jueves, 24 de mayo de 2012
Reseñas 1
1. Pedro Páramo, Juan Rulfo Un carácter, según sus propias palabras, marcado por ciertos sucesos de infancia: la Revolución mexicana, la Rebelión cristera. «En mi familia todos los hombres mueren a la edad de treinta y tres años y asesinados por la espalda». Estado de Jalisco. Sayula. Región turbulenta, prolífica en asesinatos y revueltas. Muerte y soledad, orfanato-reformatorio. Gran disciplina, sistema carcelario. Soledad y depresión. Ambiente posrevolucionario, cuando el hombre, que trae el impulso de la violencia, no se acostumbra a otro tipo de vida. El ambiente puede parecer tranquilo, pero la presencia de estos individuos de tanta vida crea inseguridad. En pocas ocasiones dos nombres propios en la literatura aparecen tan ligados. Personaje y autor, igualmente conocidos, reconocidos. Podría decirse que uno se encuentra en las antípodas del otro: el primero, personaje de ficción, prototipo de cacique latifundista en la primera mitad del siglo XX, hecho a sí mismo a través de la coherción y del uso de las más variadas artimañas, las cuales incluyen, como suele ser habitual en estos casos, la extorsión, la violencia y el abuso de poder; el otro, Juan Rulfo, un personaje de carne y hueso, una personalidad dicen que enigmática, introvertida, poco amiga de multitudes y reconocimientos, creador de dos obritas, dos monumentos de la literatura hispanoamericana y universal. En esta obra, Juan Rulfo nos ha dejado como legado una ficción tamizada del color de sus recuerdos de infancia, donde el paisaje, apenas esbozado, se siente opresivo y desnaturalizado, en cierto sentido espiritual y, sobre todo, simbólico. Es el paisaje de una ciudad de muertos, muerta ella también, aislada y perdida en algún lugar próximo de Sayula. Pareciera que para llegar a ella es necesario primero sentir la proximidad de la muerte, y embarcarse después en un viaje incierto por senderos pedregosos y polvorientos. Pareciera, incluso, que no es una ciudad que se pueda encontrar, sino que ella, la ciudad, ha de encontrar al viajero, desorientándolo con nieblas puntuales, agobiándolo de calor. Y entonces, éste ha llegado. Eso es lo que ocurre con Juan Preciado, que regresa al pasado de su vida, a la juventud de su madre, en busca de un padre putativo, y lo que encuentra es a un hermano, a una casi madre, y multitud de ecos insistentes que, como elemento común, llevan la marca del contacto con el patriarca, el propio Pedro Páramo, omnipresente «rencor vivo» entre zopilotes y ruinas. Ese es Pedro Páramo, el punto en común de esta novela coral en la que todos y cada uno de los personajes son el contrapunto a través del cual se puede acceder al cacique. Comala, el comal ardiente, es su territorio, así como la Media Luna. El espacio mítico en el que todavía resuenan los golpes de los cascos del caballo de su único hijo reconocido: Miguel Páramo, los lamentos de la única mujer que amó: Susana, y las tribulaciones angustiosas de tantos otros cuyas vidas giraron en torno a él. Se necesitan tres lecturas para entenderla, dijo Rulfo. No importa, los ecos de aquellas voces persistirán eternamente. El tiempo y el espacio están rotos, lógico, ya que «se trabajó con muertos», apunta el autor. Esos personajes aparecen, y después desaparecen, y más adelante vuelven a reaparecer, porque se trata de una novela de fantasmas que se materializan, que cobran vida y de pronto la vuelven a perder. Personajes sin rostro, sólo sentimientos de otro tiempo, un tiempo que parece fuera del tiempo. Personajes que hablan, se ha dicho, como habla el pueblo, «pero ellos no hablan así», diría Rulfo, sino que en su obra existe una clara transposición literaria del habla mexicana, transposición que no deja de transmitirnos la sensación del lenguaje profundo, del aguerrido mutismo, de la cavernosa introspección, de la parquedad impactante. Escasa adjetivación, preminencia del sustantivo. Las alusiones a los diversos espacios, la descripción del paisaje, en muchas ocasiones son pinceladas que provienen del diálogo entre los personajes, o son apuntadas brevemente por el narrador que en ocasiones emerge, pero que por lo general prefiere dejar vía libre a la expresión de los propios personajes. Fragmentación narrativa, dislocación estructural, series de narraciones que se entrecruzan, como corresponde a un material sobrenatural, en un mundo que ya no existe, del cual sólo tenemos, otra vez, los ecos de los horribles acontecimientos que una vez tuvieron lugar. Ante nosotros pasa la infancia de Pedro Páramo, la ausencia temporal y su regreso a la muerte de su padre, cuando decide tomar las riendas de la región y así vengar la memoria de su padre, asesinado en (no tan) extrañas circunstancias. Y más tarde el amor, y la muerte de la amada, cuyo velorio sagrado el pueblo no respeta al confundir los tañidos fúnebres de las campanas con el anuncio de la festividad. He aquí otra muerte que vengar, pero esta vez con el peor de los castigos, un cruzarse de brazos y que se muera la ciudad. Efectivamente, la apatía de Pedro Páramo, su parálisis, determina el éxodo masivo de los habitantes de esta región de tierras yermas. Tan fácil como eso, sentarse a esperar la muerte sin fe ni esperanza o ilusión, y, finalmente, derrumbarse como un montón de piedras sobre el suelo polvoriento y ardido de Comala. Y entonces permanecer latente, por sobre el coro de voces. Ciertas similitudes con José María Arguedas resultan interesantes, la personalidad compleja, traumatizada, el contacto directo y perdurable con las clases populares, la soledad de la infancia, el orfanato, la destrucción saturniana de sus propias novelas, el choque de culturas. Ambos abren su prosa al desvarío prolífico de personajes irracionales, invocando a través de ellos el imaginario en el que se inscriben, recreando la textura aproximada de un sistema de creencias que se aleja de los parámetros del convencionalismo occidental, en el caso de Rulfo, el imaginario del Estado de Jalisco, en el caso de Arguedas, el de los quechuas peruanos. ¿Influencia en los escritores actuales? Precursor del boom, etiqueta sobre etiqueta. Más de un crítico odia los marbetes genéricos. Sin embargo, puede decirse que señala un camino, un camino que ahondarán los escritores del realismo mágico. Encontraremos en García Marquez algunos de sus fetiches, en Rebeca comedora de tierra, en la llegada a pueblos remotos de espectáculos populares como el circo, en la creación de un espacio simbólico (obvio) como Macondo, en la presencia vivificadora de ciertos muertos que se resisten a morir. Carlos Fuentes con su Artemio Cruz (otros dos nombres inseparables) establecerá un puente a esta obra con su descripción del período revolucionario mexicano, con su fusión de lo onírico y lo crudamente real. Muchos años después, su obra sigue siendo recordada como lo que es, unas páginas condesadas de lirismo y emoción, una prosa sugestiva que introduce al lector en un ambiente claustrofóbico y sin salida, cerrado sobre sí mismo y presidido por la muerte, una muerte llena de vida.
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