martes, 26 de febrero de 2013

Félix Azúa, Diario de un hombre humillado, 1987

     

    azua    En 1970, fue incluido en la antología Nueve novísimos poetas españoles, de Josep María Castellet, junto a Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Leopoldo María Panero y Ana María Foix. A partir de ese momento se dedicó a escribir narrativa.

       El arte y por lo tanto la literatura, según su punto de vista, es la historia de un fracaso. no existe la obra perfecta. Toda obra es fragmentaria, abierta, incompleta. Por otra parte, siente que es difícil igualar la calidad y la cantidad de los grandes maestros. Este lúcido y tal vez pesimista punto de partida lo conduce a una escritura carnavalizada, concebida en tanto juego y gesto inútil, como veremos.

       La narrativa de Félix Azúa, por otra parte, puede considerarse una muestra de estilo neo-barroco, entre otras cosas, por su lenguaje complejo y sus metáforas insólitas, por su mezcla de erudición y popularismo, por su atracción hacia los ambientes bajos. Recuerda además, salvando las distancias, al Dostoievski de Memorias del subsuelo por su acendrado individualismo, por el uso del monólogo interior y la progresión psicótica del personaje. Esto provoca una deformación subjetiva de la realidad. Todo el cuadro aparece tamizado por un agudo pesimismo.

       Pese a ese gusto por los bajos fondos de la sociedad, por los espacios sórdidos y suburbiales, por los bares de mala muerte en la zona portuaria, por los personajes satíricamente registrados, el psicologismo de la obra no apaga el eco de la realidad: el país, en plena transición fagocita y se le indigestan: ideologías, abusos, prohibiciones. Es decir, que en el relato subyace un periodo de transformación política, económica y social: la Transición española.

       Humor absurdo y una afilada ironía contrarestan el clima de decepión y pesimismo generalizado. El personaje, sin embargo, tiene la suficiente intensidad como para imponer su percepción de la realidad. Existe un plan trazado. La banalidad será el eje de las decisiones que precipitarán los hechos, como un acto gratuito, inútil, frente a la mentalidad positivista. He aquí una de los elementos que caracterizan al neobarroco: el gesto inútil. Diarios de un hombre humillado podría haberse titulado Ensayo sobre la banalidad. Se trata de una novela en la que el género de los diarios y el ensayo aparecen parodiados. La obra, centrada en el personaje protagonista, no acomete más acciones narrativas que las seleccionadas por el personaje central. En un vórtice circular, episodios de otras épocas se entremezclan con los hechos del presente. Las descripciones son cercanas a la caricatura, y en ocasiones se recrean en los detalles mórbidos, y en lo fisiológico.

       El libro abunda en la descripción del lumpen y la marginalidad, otro elemento que nos conduce a la tendencia neobarroca (episodios de su juventud, como las trampas a las cartas junto a El Sabio y El Buitre), y muestra igual inclinación al detalle en las descripciones, sobre todo en escenas de tipo costumbrista, donde podemos apreciar el prototípico horror vacui:

Anduve ayer por los pequeños bares de la zona conocida como el Raval, hasta llegar a las inmediaciones de Santa María del Mar. Comencé, sin embargo, por la Boa, esa reliquia de la colonización latina, más grandiosa que las termas de Caracalla. La viuda servía combinados, protegida por el casco centealleante de la peluca. No es coquetería, sin duda, es calvicie. Se comenta que, en trance de copular, la viuda deposita la peluca sobre una fraustina y en la penumbra roja la inquietante mirada de madera se clava en la espina dorsal del seductor, produciéndole una impotencia imborrable. Pero allí sólo bebí dos Martinis, de una honradez labriega.

Bajé luego, tropezando con vendedores de ligas, tabaco, drogas, condones, periódicos (todos ellos atrasados), calcetines, peinetas de cuero repujado, que sé yo, hasta un pequeño almacén de licores acondicionado para servir consumición mediante el hingenioso sistema de disponer un tablón sobre unos caballetes. […] Bajo las tres bombillas que cuelgan de sus hilos, desnudas como judíos de foto, los botellones sin etiqueta bailaban la polca de las camisas pardas. Los borrachos habituales, duros bebedores de orujo o de keroseno, arrugaban la nariz. Un anciano que flotaba en el interior de unos andrajos barrocos, con un esparadrapo en la oreja (es interesante la cantidad de desorden que suele acumular un vagabundo en la oreja), clamaba en alta voz.

       En el fragmento que hemos citado se advierte claramente esa filiación barroca. Con el Lazarillo y los primeros libros de pícaros tomó cuerpo una tradición o corriente estética caracterizada por el realismo. A finales del siglo XVI y principios del XVII, la decadencia del Imperio era evidente. La masificación empezaba a notarse en las ciudades: multitud de lisiados, excombatientes, mendigos, pícaros e individuos en busca de ascenso social, deambulando por las calles sucias. Nos encontramos con una época de crisis. La Contrarreforma imponiendo valores obsoletos a una sociedad que tan sólo respetaba las armas, en un sistema que amenazaba a romperse de un momento a otro. Una época en la que el desfase entre lo opulento y lo vulgar llegó a ser desmedido, y de resultas emergieron, como en un negativo, los consiguientes complementarios ofreciendo el reverso del discurso de los aparatos represivos.

       Los consejeros reales ensalzaban valores como la prudentia y la mesura como pilares de la majestad y el poder, pero los validos se entregaban a reformas basadas en pactos con la beligerante clase nobiliaria, que recelaba del auge de los burgos y del ascenso imparable de la burguesía. Monarquía y nobles se aliaron, no sin intrigas, al objetivo de controlar a la población. Por eso el teatro de Lope reproduce una sociedad estática, donde los roles de cada estamento social están bien delimitados. Dejando de lado esta digresión sobre el barroco histórico, es interesante descubrir algunos de los recursos estilísticos que Félix de Azúa utiliza para crear una descripción neobarroca.

       En Diario de un hombre humillado nos encontramos ante un neobarroco lúcido y lúdico, que integra en su elíptica la mejor tradición carnavalesca, desde los primeros pícaros hasta el esperpento de Valle-Inclán y las descripciones de muchas páginas de La Colmena de Camilo José Cela. Algunos de estos elementos son las hipérboles, el disfraz y las transformaciones –como se ve en la viuda antes y después de quitarse la peluca–, los detalles morbosos, la ironía con la que se refiere al valor del establecimiento, la atracción por los extremos, en definitiva, una serie de tendencias formales que nos sitúan, indudablemente, dentro del área de actuación del barroco.

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