Publicada en 1967, el mismo año de la publicación de Cien años de soledad, esta novela se ofrece a los ojos del lector como la antítesis del estilo más característico del Boom de la narrativa latinoamericana, aquel tan mentado «realismo mágico», y lo hace sin aspavientos publicitarios, sin autodenominarse post- o contra- Boom, sino con la naturalidad del producto literario que sale de las entrañas. Y qué entrañas: personalísimas, intransferibles, sublimes y nauseabundas, oníricas, eruditas, populares y místicas.
Para la época en la que ha sido escrita, el experimentalismo del que hace gala parece romper todo tipo de barreras espacio-temporales. Escrita nada menos que por un disidente de la Revolución cubana, que sin embargo luchó por ella en los primeros años, llegando a formar parte del equipo de redacción de Lunes, separata cultural del periódico de la Revolución, en el que, por otra parte, también escribía otro disidente ilustre, Cabrera Infante. Un revolucionario que por su abierto europeísmo, o quizá por su homosexualidad declarada, decide, aprovechando una beca para estudiar en Francia, no regresar a su país natal.
Ahí lo tenemos, iconoclasta, inconformista, libérrimo, dueño de unos conocimientos que gusta resaltar a cada línea, en el momento justo, en el lugar adecuado, sabiendo aprovechar las circunstancias. En la Europa de aquella época –del 68, para más señas–, con el estallido estruendoso de dos explosiones: el Boom de la narrativa latinoamericana y la lucha por las libertades, por la idea de que «otro mundo es posible», en pos de la liberación sexual, con la nueva influencia de las filosofías orientales y el uso de drogas varias.
Y en esta novela, de un experimentalismo notable, en una vertiente que parece que no ha tenido muchos adeptos en las décadas posteriores a su publicación, Severo Sarduy, con la severidad de un innovador radical, articula una serie de elementos narrativos –formales y de contenidos– que dinamitan no sólo las relaciones con los padres fundadores del canon latinoamericano, sino también, con furibunda pasión, con los nuevos vates del reformismo literario latinoamericano. De un salto se sitúa unos cuantos años luz más allá de las innovaciones del Boom –no hablo de calidad literaria, sino de transgresión literaria–, en plena edad de la Post-modernidad, con un conglomerado de características que hoy en día se citan como prototípicamente establecidas para referirse a esta nueva edad socio-cultural del ser humano: pastiche, parodia, polifonía y dialogismo, mezcla de alta cultura, cultura popular y de masas, descreimiento, escepticismo, antimesianismo, fragmentarismo, juego y diversión, tratamiento preferencial de lo marginal en delirantes personajes y morbosas descripciones de ambientes suburbanos, barroquismo del lenguaje, asunción metanarrativa y autorreferencialidad de la obra, inclusión de autor y lector en la ficción, experimentalismo de la modalización narrativa, y un largo etcétera de elementos que proyectan la obra a una dimensión post-moderna.
Resulta interesante, en una época en la que el escritor latinoamericano es impelido a la acción política y al compromiso, el viraje europeísta, aparentemente apolítico, de este autor que, como era normal en la época –y aquí se admiten la diversidad de pareceres que este tema suele suscitar–, será acusado de paria por los revolucionarios y los escritores comprometidos. Y para terminar de agitar este cocktail, será uno de los asiduos de la revista Mundo Nuevo, aciaga publicación que nació y sucumbió bajo el signo de la sospecha, como bien supieron Emir Rodríguez de Monegal, Julio Cortazar –muy a su pesar–, Mario Vagas Llosa y otros. Del otro lado del espectro ideológio: Roberto Fernández Retamar –no sin razón– lanzando diatribas contra los agentes imperialistas, Mario Benedetti, Óscar Collazos y tantos otras personalidades implicadas en la «revolución latinoamericana».
La novela elige como marco una onírica y delirante Cuba pre-revolucionaria de los últimos años de la llamada «época republicana», y nos ofrece un fresco multicultural de la sociedad cubana, marcada principalmente por tres elementos: el occidental –español especialmente–, el oriental –chino– y el africano –yoruba principalmente–, elementos estos que determinan la estructura de la propia novela, pues son tres relatos principales los que la configuran, y cada uno tiene como dominante una de estas tres culturas. Su estilo y su ensayo revalorizan lo barroco como espíritu de mistizaje y la proliferación de imágenes, conscientemente se inscribe en la corriente neobarroca y expone las relaciones entre este estilo artístico y los movimientos tectónicos de las convulsiones sociales en el contexto latinoamericano, con la influencia todavía palpable de unas condiciones climáticas favorables, una mezcla racial variada y una naturaleza exhuberante.
[No entraremos aquí en el interesante tema del estilo neobarroco, al que mencionamos en otras entradas]
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