“La selección colombiana que participó en los mundiales de 1990 y 1994 jugó como si tuviera permiso para perder”, Juan Villoro, Dios es Redondo
Nunca había pensado detenidamente en esta ingeniosa frase cuyo significado yo aceptaba sin cuestionarlo, quizá por provenir de tan ilustre escritor, tal vez porque cuando aquella selección derramaba su arte por los céspedes deslumbrando a aficionados de todo el mundo, yo contaba apenas con 14 o 15 años, pero lo cierto es que ahora, veinte años más tarde, ha llegado a mis manos, mejor dicho, a la pantalla de mi tablet, un libro reciente (Autogol, 2013) que me ha hecho replantearme las cosas. Casi al mismo tiempo y por la necesidad de atar ciertos cabos que el libro me provocó (ya que me esperaba una reconstrucción documental de unos hechos reales, aunque estuviera “deformada” por un filtro de ficción, y lo que me encontré en realidad fue una historia de ficción en un marco histórico real), me puse a investigar por mi cuenta acerca de aquella época turbulenta que vio el ascenso y caída de la gran selección colombiana de finales de la decada de 1980 y principios de la de 1990. Encontré, como producto de esta búsqueda, un gran documental de 2010, Los dos Escobar, de Jeff y Michael Zimbalist, que tiene como hilo argumental precisamente el autogol y el posterior asesinato de Andrés Escobar.
Armado con estos dos textos, uno puramente literario (perdón, lo puro creo que no existe cuando se habla de literatura), y otro audiovisual, me sumergí durante varios días en una búsqueda insensata que, además, acompañé del visionado de algunos partidos del mundial de 1990 y de los partidos preparatorios y clasificatorios de aquella selección colombiana que alcanzó el climax de su epopeya particular con el 0 a 5 que le infringió a Argentina en Buenos Aires. Tengo que decir que, de esta manera, me regalaba el lujo de recordar a los mitos de mi adolescencia, cuando yo jugaba en el equipo de futbol de mi pueblo, por aquel entonces en la categoría de cadetes, y admiraba la técnica sublime de Carlos, “El Pibe” Valderrama, y vibraba con la potencia estilizada de Asprilla y Rincón, de la misma manera que había vibrado con la elegancia del último gran héroe del fútbol mundial, Diego Armando Maradona, y con la velocidad de vértigo de Caniggia.
El calor de Rio de Janeiro, que se filtraba en mi “quitinete” sin ventanas ni aire acondicionado me ayudó a meterme en el cuerpo de aquellos jugadores que enfrentaron las altas temperaturas de aquel verano en Los Ángeles, cuando jugaban contra Estados Unidos el aciago partido que, al final, le costaría la vida a Andrés Escobar.
La selección colombiana que salió al campo en el mundial de 1994 no tenía, ni mucho menos, “permiso para perder”, como dice Juan Villoro. A continuación explicaré por qué, aunque adoro la obra de Villoro, creo que podría haber profundizado un poco más en la descripción y análisis de la situación en que se encontraban los 22 jugadores convocados por Maturana en aquel mundial de pesadilla que, para colmo, se celebraba en EEUU.
Medellín, 2 de diciembre de 1993. Pablo Escobar resiste a duras penas acosado por la policía colombiana, por sicarios del PEPE y por cuerpos antidroga de Estados Unidos. La causa final de su muerte resulta dudosa. Hay quien dice que, en el último momento, se suicidó. Lo cierto es que George Bush padre había anunciado tiempo antes que las normas habían cambiado desde que Colombia había pedido ayuda a su gobierno; a partir de ahora, la pena para los narcotraficantes sería la muerte. A su velatorio de cuerpo presente acudieron multitudes de pobres que dejaron los barrios para darle un último adiós emocionado a Pablo Escobar. Con su muerte, Medellín no demoró en sumirse en el caos, diferentes grupos se movían a sus anchas aprovechando el vacío de poder que el hombre más poderoso de Colombia había dejado con su muerte, no había nadie para punirlos y la violencia se desató.
Años antes, en las décadas de 1970 y 1980, Pablo Escobar se había creado una gran reputación entre los pobres de los barrios marginales gracias a su actitud quizá paternalista, pero no exenta de cierto filantropismo, tal vez de caridad cristiana, convirtiéndose en una especie de Robin Hood moderno, en un Ben Laden colombiano, querido e idolatrado por unos, odiado por otros, y temido por todos. Iluminó terrenos baldíos que servían de campos de fútbol, repartió comida, erigió barrios enteros donde antes las familias se amontonaban como animales alrededor de basureros inmensos que crecían al ritmo en que la ciudad se desarrollaba y el capitalismo se expandía.
La crisis financiera del fútbol colombiano en la década de 1970 provocó la entrada de capitales “calientes”, como se suele decir en Colombia, dinero proveniente del narcotráfico, los grandes capos de la droga se hicieron cargo de los equipos más importantes de la liga colombiana: Millonarios contaba con el mecenazgo de Gonzalo Rodríguez Gacha, “el mexicano”; el América de Cali, con los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela; y el Atlético Nacional de Medellín, con Pablo Escobar. Para estos capos, además de servir como “lavandería” de dinero, el fútbol era un juguete que manejaban a su antojo, “invitando” a los mejores futbolistas a jugar partidos en sus canchas privadas, contratando jugadores internacionales, sobornando e, incluso, asesinando árbitros. En Autogol, leemos:
Las cabezas del Deportivo Independiente Medellín le pidieron a una serie de accionistas venidos de la delincuencia que enfriaran el apuro económico en el que estaba el equipo a punta de dineros calientes. Los cesantes dirigentes del Independiente Santa Fe invitaron a gente como el esmeraldero Fernando Carrillo Vallejo o el traficante bugueño Phanor Arizabaleta Arzayus a apoderarse de una vez de todas las acciones de la institución. Los señores de Deportes Tolima le rogaron lo mismo al perseguido José Manuel “El Cabezón” Cruz Aguirre. Y mientras eso, mientras caían uno por uno como infectados por un virus que se habían buscado solos, mientras el dudoso Octavio Piedrahíta Tabares se quedaba con el Deportivo Pereira, al tiempo que algunos personajes de la familia Dávila, presuntos artífices de la bonanza de la mariguana, compraban de un solo golpe el Unión Magdalena, todos los conocidos de uno tenían algo que ver con la mafia.De esta manera, el fútbol colombiano subió como la espuma. El Atlético Nacional de Medellín ganó la Copa Libertadores en 1989, el América de Calí llegó a la final en tres ocasiones, y la selección colombiana, en medio de la euforia, tuvo la mejor generación de jugadores de su historia. La mayor parte de ellos provenía de los barrios marginales, y, como en el caso de René Higuita (encarcelado un poco antes del mundial de 1994 por visitar públicamente a Pablo Escobar en la Catedral, la cárcel que el capo dirigía a su antojo), algunos de esos jugadores habían crecido bajo el ala tutelar del gran capo, y lo defendían por haber ayudado a los más pobres iluminando los barrios y ofreciendo su ayuda “desinteresada”. Ellos argumentan que mientras los chicos participaban en aquellos torneos de fútbol que se organizaban en los barrios, se mantenían alejados de los problemas y del vicio.
La imagen de Pablo Escobar sonriente, con su bigote al vuelo en motocicleta y seguido de cerca por sus secuaces, tenía la marca del éxito, del poder omnímodo que consiguió anular la ley de extradición a EEUU y hasta decidió quitarle la vida al ministro de justicia Lara Bonilla en 1984. A una palabra suya morían acribillados diez policías, se asaltaba cualquier comisaría o, incluso, el Palacio de Justicia saltaba por los aires. Sin embargo, también se dice que, tras su muerte, durante un tiempo, el índice de criminalidad subió alarmantemente, pues su sola sombra mantenía el orden en los dominios del hampa colombiano. Su reinado había sido total.
La historia de su caída, lamentablemente, supuso la caída de la selección (que no estuvo presente en ningún mundial desde 1994, hasta que consiguió clasificarse al de 2014) y del fútbol colombiano en general. Detrás de él fueron cayendo los capos que sustentaban a los otros equipos. Pero no fue su ascenso y caída lo único que condicionó la derrota de Colombia en el mundial del 94. Autogol, el libro de Ricardo Silva Romero, relata de manera magistral el clima enrarecido y profundamente claustrofóbico de aquella selección que, en el bochorno de Los Ángeles, perdió la sonrisa. Esa selección que, como si de un filme se tratase, recibió amenazas de muerte, y cuyo seleccionador fue obligado a retirar del equipo titular a un jugador fundamental. La laureada trayectoria de la selección colombiana, que en la fase preparatoria había perdido un solo partido de 26, se truncó violentamente en los dos primeros partidos del mundial. Primero chocó contra la genialidad de dos jugadores rumanos: Gica Hagi y Florin Raducioiu. Como el libro relata, había muchos intereses en juego, principalmente debido al millonario mercado de las apuestas ilegales, dominadas por el cartel de Cali. Después sucedió la derrota contra Estados Unidos, un equipo claramente inferior.
El propio narrador de la novela, un conocido comentarista deportivo (ficcional), había invertido todos sus ahorros apostando que Colombia llegaría a la fase final del mundial. He aquí una licencia literaria, más o menos cuestionable porque condiciona la trama argumental del libro, sobre todo cuando tenemos ante nosotros una obra que gira alrededor de un hecho real, la muerte de Andrés Escobar. El autor conduce durante gran parte de la novela al lector hacia la hipótesis de que este comentarista será el asesino de Andrés Escobar, hipótesis que sólo se trunca al final volviendo a los cauces de la decripción documental basada en hechos reales. Lo cierto es que la elección de este narrador es el nexo que le permite al autor recrearse en diversos matices futbolísticos, ciñiéndose, pese a todo, a la atmósfera del fútbol. En este sentido, como buen comentarista deportivo, el personaje es un “poeta”, como lo califica su compañero de fatigas. Usa el lenguaje con una creatividad asombrosa, ha “bautizado” a inumerables jugadores con ingeniosos apodos y utiliza metáforas con una precision de fusilero:
La gente empezó a seguirme por mi talento para apodar a los deportistas, por mi voz grave, por mi ingenio a la hora de hacer comparaciones sorprendentes. Fue hermoso cuando los radioescuchas comenzaron a enviar cartas a la emisora porque me habían oído decir “picó por la punta izquierda como un mujeriego al que le quieren pescar” o “la defensa se quedó quieta como un matrimonio sin hijos”. Míos son los apodos del escalador cundinamarqués Freddy “La Guanábana” Bermúdez, de la pesista vallecaucana Araceli “La Garra” Forero, del arquero santandereano William “Cobijita” Toro, del boxeador guajiro Raúl “La Rodilla” Pitre, o del operador antioqueño que me acompañó siempre a comer chicharrones a la salida de los partidos: Horacio “El Salado” Melguizo.En un momento dado, apreciamos que tras décadas de comentarista deportivo, vida y deporte se han amalgamado en el nivel del lenguaje en la mente de Pepe Tovar. Lo apreciamos en frases como las que siguen: “La vida tiene los mismos giros inesperados que un partido de fútbol. Tiros de esquina absurdos. Contragolpes milagrosos. Autogoles”; “Que fueran personas de paso, suplentes eternos de un partido que no iban a jugar nunca, no significaba que Dios no estuviera en la obligación de darles una oportunidad”; “Bajé a toda velocidad, a tumba abierta como dicen los ciclistas”.
Además es consciente de su capacidad para influir a las personas, “haciendo el trabajo que lo convirtió en un ser humano: el de crearles héroes a las personas”. Lo apreciamos en las siguientes sentencias: “Se parecía a ser la voz de la conciencia de todos los que iban por ahí”; “Fui perdiendo la voz, fui gastándola en canchas, en carreteras, en donde fuera necesario, para que la gente no se enloqueciera de tanto matarse en sus empleos de mierda”.
El comentarista, Pepe Calderón Tovar, cuyo nombre de pila podría ser una referencia al PEPE, grupo narcoterrorista que contribuyó para la captura y muerte de Pablo Escobar, es un fanático del fútbol y, como ya he dicho, ha invertido todo su dinero en una apuesta. Cuando es testigo del autogol de Andrés Escobar, se queda sin voz y, por ello, pierde su trabajo. A partir de ese momento su mente estará dominada por la idea obsesiva de matar a Andrés Escobar: “El País no podía seguir como si no hubiera pasado nada. Alguien tenía que morir para que jamás olvidáramos nuestro fracaso en el Mundial. No bastaba con decir nos faltó casta. Tenía que morir la persona más visible de todas, el tipo que hizo el autogol”.
Pepe Calderón Tovar conoce todos los entresijos del fútbol colombiano, se sabe de memoria datos que nadie recuerda, ha recorrido, durante décadas, todos los niveles del futbol en Colombia, desde las categorías inferiores y las ligas locales hasta los mundiales de fútbol. Sabe perfectamente que no sólo los equipos de fútbol reciben dinero del narco, sino también los medios de comunicación. Desde dentro, describe las presiones que los jugadores y el entrenador sufren en la concentación, los ve irse apagando oprimidos bajo una negra sombra que no les deja respirar, y, finalmente, días después de finalizada la participación de selección colombiana en el Mundial, decide llevar a cabo su plan, lo que no imagina es que alguien se le va a adelantar.
En varias ocasiones, la identificación entre la selección nacional colombiana y el país resulta clara, como ocurre en la siguiente frase: “El director técnico, sereno como ante la muerte de un ser querido, reconoció que la selección fue reflejo del país”, que nos faltó entereza, que era necesario reedificarlo todo”.
Los jugadores son desmitificados en ciertos momentos, y se describen como las víctimas de un sistema triturador que los usa mientras son necesarios y después los deshecha como material defectuoso. Frente al éxito excesivo que encumbra algunos, el país está lleno de jugadores de segunda línea que se han esforzado tanto o más que los otros, pero que son condenados al ostracismo y la pobreza:
Golauto era un galpón lleno de puertas que ningún empleado abría. Lo que más me quedó en la memoria, aparte de esa imagen, fue la sensación de que todos, desde el dueño hasta los vendedores, hablaban con las mismas frases que usaban cuando eran futbolistas. Por la oficina de “El Patetarro” pasaban el goleador que casi no supera un cancer, el arquero suplente al que le apuñalaron un nervio del tobillo, el líbero al que tuvieron que amputarle la pierna, como un desfile de personajes de circo: la marcha de los jugadores contrahechos. Y decían alguna cosa de las de siempre en medio de sus conversaciones sobre carros: “el negocio es así”, “no hay cliente pequeño”, “no se nos dieron las cosas”.A fin de cuentas, Pepe Tovar reconoce la fragilidad de los jugadores de fútbol, simbolizada en: “la cumbre de esa carrera corta como la vida de un insecto que es la carrera de un futbolista”.
No, la selección colombiana del mundial de 1994 no jugó como si tuviera permiso para perder. Las entretelas del gran espectáculo, del gran negocio, se ciñeron a sus cuellos hasta casi asfixiarlos, apagando la artística genialidad que brotaba de sus botas. La imaginación fue sustituida por una voluntad temerosa y condicionada, la magia extrangulada.
Enlaces:
https://www.youtube.com/watch?v=I72YOGCo4Pk
No hay comentarios:
Publicar un comentario