sábado, 25 de abril de 2015

Lope de Aguirre




    Lope de Aguirre ha alcanzado, en el universo ficcional, la dimensión de las figuras míticas. Caracterizado como un individuo resentido y violento, con comportamientos psicóticos e instantes de idealismo, víctima de un sistema insalubre, retorcido e injusto, en una carrera por el éxito o en busca de redención, encarna las contradicciones de una cultura dividida entre el puritanismo religioso y el ansia de poder material, cuando el Dorado ha remplazado al cáliz del Santo Grial, como en el bíblico episodio el cordero de oro sustituyó al báculo de algún Dios.



  Personaje oscuro de carácter impredecible, la imagen que se nos ha dado es la de un tipo temperamental, irónicamente ácido. Pero contribuye al efecto de reconciliación con tan abyecto individuo, un casticismo obligado, un ascetismo basado en el sufrimiento y la necesidad, y, sobre todo, el estigma de la decadencia física y una cojera producto de algún avieso arcabunazo.

     La configuración literaria y cinematográfica de este antihéroe constituye un buen punto de partida para ejemplificar la novela de la Conquista desde la década de los 60 del siglo XX. Una descripción similar del prototipo del conquistador la encontramos en la novela Zama (1956), del argentino Antonio di Benedetto, que puede considerarse también una de las primeras en su género, donde el personaje principal es, al igual que Lope, un tipo solitario y de carácter controvertido, endurecido por las circunstancias y víctima de un sistema opresor en el que la necesidad de reconocimiento social pasa por la consecución, como mínimo, de un puesto burocrático, aunque el personaje tenga en mente mayores premios para sus trabajos y su valía personal.

   Pero será en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1962), de Ramón J. Sender, donde encontremos uno de los tratamientos más notables de este personaje. Existe una espiral de decadencia por la que la cae sin fin el personaje, en un viaje por su devastada interioridad, donde arde todavía una llama de dolido orgullo que le empuja a continuar, entre odio y desolación. Impulsado por su propio ego, el guipuzcoano, apodado "el loco" y "el tirano", hace de tripas corazón y decide convertir su venganza en victoria y glorias futuras, saliendo de esa posición subalterna a la que avatares y circunstancias le han relegado, y conquista el cetro del poder aupado por unos cuantos sanguinarios fieles, "los marañones", que lo son por la fe en él o por el miedo de su espada, quiéranlo o no, los cuales lo seguirán hasta donde Aguirre vaya mientras no puedan traicionarlo, dejando tras de sí una estela de miedo y desolación.

       La naturaleza, la selva, el bioma en general, tienen la fuerza de los dioses caprichosos, colocando trampas traicioneras que aguardan en cada rincón. Las dificultades surgen de un contexto natural que condiciona todos los actos de unos seres en periodo de adaptación, arrancados de su hábitat por la pobreza, los problemas con la justicia o delirios de grandeza.

     Esta naturaleza desbordante, con su humedad demoledora y su calor inaguantable, carcome las maderas de los barcos, envenena la sangre y destruye con sus virus. La selva cobija al caníbal y otros indios peligrosos, pero también oculta recelosamente el mayor objeto de deseo: las pudientes ciudades, la promesa del oro. Por eso los conquistadores tientan a la bestia, internándose en sus adentros con una mueca de pánico. El conquistador parte casi de cero, la expedición es la última salida a una vida miserable. Pasa hambre y calor, se enferma, navega durante meses solo para llegar a sus umbrales, y cuando sus fuerzas ya están diezmadas, se interna en el peor de los lugares. La realidad se transforma, el silencio se llena de ruidos, el peligro acecha en todas partes. Entonces la mente, invariablemente empieza a jugar malas pasadas (hay en esta preeminencia de la naturaleza un paralelo con la novela de la tierra, donde ésta influencia determinante se manifiesta también en el delirio psicodélico, como demuestra magistralmente el episodio de La Vorágine, cuando Silva experimenta una metamorfosis convirtiéndose en árbol de caucho).

     En la expedición encontramos diferentes grupos humanos organizados de acuerdo a crueles jerarquías, los cuales, con grandes dosis de determinismo, sufren las penurias del viaje de acuerdo a su origen o alcurnia. Están, por ejemplo, los potentados, nobles en busca de mayores glorias, primeros dirigentes de la expedición; les siguen en importancia los soldados más veteranos, curtidos a sí mismos en mil batallas, generalmente resentidos porque creen que sus esfuerzos no han sido retribuidos adecuadamente, entre estos se incluye Lope de Aguirre; el grueso de la tropa, masa amorfa donde cohabitan el pendenciero y el infante, el asesino y el cobarde, el conspirador y el obseso sexual; las mujeres, y entre ellas ha de diferenciarse entre las castellanas y las criollas; los sacerdotes católicos, ambiguamente desfilando entre la función apostólica y el ansia de poder; los alegres esclavos africanos, que se evaden de las cuitas, traiciones y otras escaramuzas de los españoles en sus cantos y bailes rituales; y, por supuesto, los indios, fuente de toda inquietud para los conquistadores, que temen sus flechas untadas de curare, su antropofagia, su mal fingida sumisión. Todos estos tipos humanos, enfrentados a situaciones límite por los caprichos de la naturaleza, se ven afectados física y psicológicamente por la selva y sus múltiples peligros acechando: animales ponzoñosos, fieras terribles, a veces ausencia de alimentos, plantas venenosas, pirañas voraces.

    Cuando uno lee La Aventura equinocial de Lope de Aguirre no puede dejar de recordar las películas Aguirre o la cólera de Dios y Fitzcarraldo, pocos como el director alemán Werner Herzog han sabido retratar la esquizofrenia de aquel proceso histórico, con la preeminencia de la selva como personaje coral, verdadero monstruo mitológico devorador de hombres. Por otra parte, la interpretación alucinada de Klaus Kinski ha encarnado la figura del conquistador europeo, especialmente de Lope de Aguirre, con un superrealismo demoledor, que nos hace retorcernos en el sofa, al contemplar la mirada mesiánica de un hombre entregado a su lucha, una lucha de resultado incierto, donde la selva se convierte en inmensa caja de resonancia para un humano infusorio, cuyos delirios de grandeza, sin embargo, desafían incluso a los dioses.




     Aguirre, en la humedad calurosa de la selva, nunca se despoja de sus armaduras de hierro, uno puede adivinar el sonido metálico de sus pasos, la espada chocando contra la celada, el casco emitiendo chasquidos al rozar las lianas. Desconfiado y torvo, acuciado por la locura, con inexorable raciocinio eliminará sin contemplaciones cualquier conato de conspiración, hasta la más mínima oposición será resuelta por la vía del martirio. Él, mentor de tantas insurrecciones, traidor y conjurado, renegado de su nacionalidad y paria de su rey, conoce mejor que nadie la importancia de eliminar rebeldías. 













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