La
llamada “Revolución Libertadora” se refiere al golpe de estado y
la posterior dictadura cívico–militar que depuso al presidente de
la República Argentina Juan Domingo Perón. Estos hechos vinieron
precedidos de una etapa de grandes enfrentamientos políticos e
ideológicos en un país dividido. Perón instaura el “peronismo”,
un movimiento polulista de corte social con un importante apoyo
sindical. Perón asume en 1946 y gobernará en un ambiente de
presiones y conspiraciones hasta 1956. Entre otros hechos violentos,
destaca el bombardeo de la Plaza de Mayo de 1955, en el que, según
los datos oficiales, fueron asesinadas 308 personas, pero donde no
fue posible identificar a un gran número de cuerpos. Este bombardeo
era la punta de lanza de un golpe de estado que pretendía eliminar
de una sola vez a todo el Consejo de ministros con Perón a la
cabeza, reunidos ese día en la Casa Rosada. Tras varias escaramuzas
dentro de los golpistas, divididos entre el ala nacional–católica
y el ala liberal, finalmente se impone al sector liberal con el
general Pedro Eugenio Aramburu. Con el tiempo, el peronismo empezó a
reorganizarsey es en este contexto cuando surge la Revolución de
Valle y Tanco de 1956.
Los
militares que intentan reprimir la acción peronista, fusilan
clandestinamente a un grupo de dieciocho personas que se reunieron
para ver un combate de boxeo. De ellos, el inquilino del apartamento
(que será uno de los primeros en escapar) y algún otro están al
tanto del levantamiento, los otros estaban allí por casualidad. El
autor explica el contexto así:
En
junio de 1956, el peronismo derrocado nueve meses antes realizó su
primera tentativa seria de retomar el poder mediante un estallido de
base militar con algún apoyo civil activo.
La proclama firmada por los
generales Valle y Tanco fundaba el alzamiento en una descripción
exacta del estado de las cosas. El país, afirmaba, “vive una cruda
y despiadada tiranía”; se persigue, se encarcela, se confina; se
excluye de la vida cívica “a la fuerza mayoritaria”; se incurre
en la “monstruosidad totalitaria” del decreto 4161 (que prohibía
siquiera mencionar a Perón); se ha abolido la constitución para
liquidar el artículo 40 que impedía “la entrega al capitalismo
internacional de los servicios públicos y las riquezas naturales”;
se pretende someter por hambre a los obreros a la “voluntad del
capitalismo” y “retrotraer al país al más crudo coloniaje,
mediante la entrega al capitalismo internacional de los resortes
fundamentales de su economía” (66).
Se pueden apreciar aquí los paralelismos de esta
situación con lo ocurrido en 1976. Este fragmento es totalmente
equiparable a algunas partes de la “Carta abierta de un escritor a
la Junta Militar”.
El
libro, un ejemplo paradigmático de la non
fiction, constituye
uno de los primeros casos en la literatura latinoamericana de un
género que está a medio camino entre la realidad y la ficción.
Sin embargo, le será muy difícil circular en su propia época y
tendrá que esperar varias décadas para empezar a ser conocido.
Su contenido se actualiza perfectamente cuando se lo
contrasta con la época de la dictadura militar de 1976. El libro se
edita ahora com varios apéndices que incluyen la “Carta abierta de
un escritor a la junta militar”, enviado por Rodolfo Walsh a varios
periódicos el 24 de marzo de 1977. El día siguiente, 25 de marzo de
1977, Rodolfo Walsh desaparecía para siempre. La carta, al igual que
el libro, no fue publicada al principio por ningún medio local, pero
poco a poco fue abriéndose camino en el extranjero, y con la llegada
de la democracia a Argentina, también sería publicada dentro del
país.
El
libro actualmente cuenta con un prólogo y dos epílogos, uno de 1959
y otro de 1969, donde el autor va actualizando el caso. En el
prólogo, el autor nos habla, desde el punto de vista del periodista,
de la gestación y desarrollo del proyecto. Comienza explicando cómo
el levantamiento lo sorprende mientras estaba jugando al ajedrez en
un bar, lo que denota la relativa tranquilidad que reinaba en aquel
entonces, y el poco interés por la política de gran parte de los
ciudadanos. Mientras jugaban al ajedrez no se preocupaban de lo que
estaba a punto de suceder:
La
primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de 1956 me llegó
en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde
se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de
Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún
renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura
siciliana (17).
En
el prólogo nos habla también de las vicisitudes de la
investigación, en una época donde los militares controlaban la
información y había censura, no era fácil para el periodismo
investigativo ver la luz. El periodista, convertido en un detective,
debe cambiar de residencia, usar documentación falsa y llevar
revólver. Poco a poco se va adentrando en la investigación y
descubriendo a los pocos sobrevivientes de la masacre. Nadie quiere
publicar su reportaje, eso traería grandes problemas al periódico
que lo hiciese, sin embargo, finalmente consigue publicar un primer
esbozo em una publicación minoritaria.
Parte
primera: “Las personas”
Tras
el Prólogo, en el cual el autor introduce los hechos y describe
algunos pormenores de cómo se enteró de ellos y la posterior
investigación periodística que llevará a cabo, siguiendo en
secreto la pista de los supervivientes, derribando las barreras del
silencio auto–impuesto por el miedo a las represalias, explicando
los motivos que lo llevaron a continuar en esa peligrosa búsqueda de
la verdad, el autor comienza a redactar propiamente el libro.
Esta
primera parte, la más corta, introduce una técnica cinematográfica
que volverá a ser usada en la descripción de la masacre, hacia el
final de la segunda parte, como veremos. De una manera fragementaria,
con contínuos cambios de perspectiva, el narrador nos lleva de la
mano por los movimientos que realizan cada uno de los sujetos que van
a ser víctimas de la masacre. Se trata de una serie de sujetos que,
en su mayor parte, de manera más o menos casual llegan a un
apartamento en el cual, según informaciones que le llegan al Jefe de
policía, se llevaría a cabo una reunión clandestina de
conspiradores. Gracias a la investigación de Walsh queda claro que
aquella no era una reunión política, sino que los que fueron
llegando al apartamento lo hacían con la intención de asistir a un
combate de boxeo por televisión.
Ese
peregrinaje hacia el apartamento, casual en la mayor parte de los
casos, le sirve al autor para presentar los sujetos con breves
pinceladas costumbristas, describiendo sus casas y el barrio en el
que viven, sus ropas, su ideología y manera de pensar, e incluso su
carácter. Todos, ignorando lo que les aguarda esa noche, van
derivando hacia ese apartamento.
La
obra, entonces, comienza con una especie de dramatis
personae en
el que se nos presenta a los principales personajes, en especial los
asistentes a la reunión que fue asaltada por los militares y que
precedió la tragedia. En la escueta pero precisa descripción de los
personajes, el autor aprovecha para darnos una descripción de tipos
sociales y del ambiente de la época, remarcando el hecho de que las
víctimas de la masacre eran, en su mayor parte, ciudadanos
“comunes”, sin implicaciones políticas, que vivían en un bairro
eminentemente proletario de la Gran Buenos Aires:
Florida,
sobre el F. C. Belgrano, está a 24 minutos de Retiro. No es lo mejor
del partido de Vicente López, pero tampoco es lo peor. El municipio
regatea el agua y las obras sanitarias, hay baches en los pavimentos,
faltan letreros indicadores en las esquinas, pero el pueblo vive a
pesar de todo.
El barrio donde van a ocurrir
tantas cosas imprevistas está a unas seis cuadras de la estación,
yendo al oeste. Ofrece los violentos contrastes de las zonas en
desarrollo, donde confluyen lo residencial y lo escuálido, el chalet
recién terminado junto al baldío de yuyos y de latas.
El habitante medio es un hombre
de treinta a cuarenta años que tiene su casa propia, con un jardín
que cultiva en sus momentos de ocio, y que aún no ha terminado de
pagar el crédito bancario que le ha permitido adquirirla. Vive con
una família no muy numerosa y trabaja en Buenos Aires como empleado
de comercio o como obrero especializado. Se lleva bien con los
vecinos y propone o acepta iniciativas para el bien común. Practica
deportes, –por lo general el fútbol–, conversa los temas
habituales de la política , y bajo cualquier gobierno protesta sin
exaltarse contra el alza de la vida y los transportes imposibles.
Sobre este esquema se da una
gama no muy amplia de variaciones. La vida es tranquila, sin
altibajos. Aquí, en realidad, nunca ocurre nada.
En
invierno las calles quedan semidesiertas a hora temprana. Las
esquinas están mal iluminadas y hay que cruzarlas con precaución
para no enfangarse en los charcos provocados por la falta de
desagües. Donde hay un puentecito o una hilera de piedras para
facilitar el cruce, es obra de los vecinos. A veces el agua oscura
llega de un cordón a otro, y más que verse se adivina por el
reflejo de alguna estrella o de los macilentos faroles que
languidecen en los porches hasta altas horas. Sólo en la avenida San
Martín se nota algún movimiento: un colectivo que pasa, un letrero
de neón, el frío resplandor celeste del ventanal de un bar (36–37).
Parte
Segunda: “Los hechos”
A
partir de aquí se suceden los hechos, que son descritos casi
científicamente con una minuciosa cronología que se va
actualizando, en periodos irregulares, que a veces son de dos, diez,
veinte o treinta minutos. La acción sucede en Buenos Aires y en La
Plata, único lugar donde la rebelión es más intensa y durante doce
horas continúa combatiendo. Se trata de un trabajo de investigación
minucioso, como comprobamos:
1:45. En el despacho del jefe
de la Unidad Regional San Martín, inspector mayor Rodolfo Rodríguez
Moreno, también está encendida la radio. El decreto de ley marcial
se ha vuelto a propalar a las 0:45, 0:50, 1:15, 1:35. Ahora lo están
pasando nuevamente.
Hace alrededor de quince
minutos se ha difundido el Comunicado n. 1 de la Vicepresidencia de
la Nación, donde por primera vez se informa al país con algún
detalle sobre lo que está ocurriendo (76–77).
Frente
a estos tramos del libro donde la reconstrucción es matemática y
minuciosa, existen otras zonas mucho más nebulosas y ambiguas donde
la reconstrucción de los hechos no puede llegar. Algunas lagunas se
pueden rellanar com la descripción constumbrista de lugares y
reflexiones filosóficas, pero en otras tiene que recurrir
directamente a las interrogaciones retóricas:
¿Qué piensa Rodríguez Moreno?
Siguiendo al oeste por la ruta 8, a unas diez cuadras de allí
empieza un descampado de cuatro o cinco kilómetros, un verdadero
desierto en la noche, que hasta tiene un puente sobrte un río... Un
escenario perfecto para lo que se planea. Y sin embargo, dobla al
norte, hacia José León Suárez, se interna en una zona semipoblada,
donde sólo hay baldíos de tres o cuatro cuadras de largo.
¿Es estupidez? ¿Es anticipado
remordimiento? ¿Puede ignorar la zona? ¿Es un inconsciente impulso
de buscar testigos para el crimen que va a cometer? ¿Quiere brindar
una posibilidad “deportiva” a los condenados, librarlos al
destino, a la suerte, a la astucia de cada uno? ¿Quiere de este modo
absolverse, delegando el fin de cada cual en manos de la fatalidad?
¿O quiere todo lo contrario: apaciguarlos, para que resulte más
fácil darles muerte? (88–89).
La
descripción del lugar de la masacre es bastate poética y simbólica:
A la derecha del camino, oscuro
y desierto, nace una callecita pavimentada que conduce a un Club
Alemán. De un lado la calle tiene una hilera de eucaliptus, que se
recortan altos y tristes contra el cielo estrellado. Del otro, a la
izquierda, se extiende un amplio baldío, un depósito de escorias,
el siniestro basural de José León Suárez, cortado de zanjas
anegadas en invierno, pestilente de mosquitos y bichos insepultos en
verano, corroído de latas y chatarra (90).
Los eucaliptus “altos y tristes”, el “siniestro
basural” en el que yacen “bichos insepultos”, contienen un alto
valor simbólico que nos aproxima más de la literatura. Tienen una
función de ambientación, a través de la cual el lector se va
sintiendo más y más sobrecogido por la historia. La reconstrucción
periodística objetiva se tiñe de la subjetividad del cronista, que
se ha involucrado en la historia que nos cuenta hasta el punto de
visualizar cada escena en su totalidad, identificado con los sujetos
que son llevados al “matadero” e imaginando sus funestos
pensamientos.
En
el capítulo 23, titulado “La matanza”, se cuenta, de manera
fragmentada y con un gran dominio de técnicas narrativas, el momento
exacto del fusilamiento. Este capítulo se caracterizada por los
diálogos breves intercalados por pequeños párrafos que describen
los movimientos y las reacciones de los diferentes sujetos
involucrados en la escena. Se trata de una parte de gran dinamismo,
donde la escena se disgrega en varios focos: por una parte, el grupo
que se queda al lado de la camioneta, con los indivíduos que esperan
su turno para ser fusilados; y, por otra parte, el primer grupo que
va a ser ajusticiado. A partir de este momento, “el relato se
fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico” (91). Se
aprecia que los testimonios que el autor ha recogido, hasta ahora
bastante coherentes entre ellos, dejan de coincidir y cada uno ha
contado su propia experiencia desde una perspectiva personal en la
cual es difícil prestar atención a todo lo que está ocurriendo
porque están luchando por salvar su vida, presas del pánico.
Por
lo tanto, ante esa fragmentación del relato y de los testimonios, la
narración se desarrolla de manera cinematográfica, donde la
kinésica, los gestos, los movimientos de cámara y la sucesión de
planos describen el recorrido de los que han conseguido burlar el
cerco en su penosa huida, los sobrevivientes cuyos testimonios le
sirven a Rodolfo Walsh para reconstruir la historia.
A
continuación, con algunos de los sobrevivientes corriendo y otros
intentando parecer muertos sobre las zanjas, se retoma una y otra vez
el mismo momento, desde el cual la narración prosigue con el punto
de vista de cada uno de los sobrevivientes: el deambular moroso de la
camioneta, los reflectores alumbrando los alrededores, los pasos
aterradores de los soldados y los tiros de gracia.
Es
eminentemente cinematográfica, también, la posterior huida de los
sobrevivientes, cuando los militares ya se han ido de la escena del
crimen, recorriendo la ciudad en busca de un lugar donde protegerse,
todavía en estado de skock. De
entre todo el terror acumulado, destaca la imagen de Livraga, con el
rostro desfigurado por el tiro de gracia que increíblemente ha
fallado, deambulando por la ciudad a punto de desfallecer. Livraga
será, precisamente (después de un gran tormento que lo lleva
primero al hospital, de donde los militares lo sacan y lo vuelven a
encarcelar, pero ya con el conocimiento de sus parientes que, a
partir de ese momento velarán por que no sea asesinado), el foco de
la tercera parte de la obra, en la que se narra su denuncia de los
hechos cuando finalmente es puesto en libertad. Esta denuncia abrirá
una investigación juducial que, finalmente, será tranferida a los
tribunales militares.
En la página 125, dando fin a la segunda parte del
libro, titulada “Los hechos”, como en el epílogo de una película
basada en hechos reales, se describe el final de cada uno de los
sobrevivientes a la masacre:
Giunta y Livraga debían su
libertad y aun su vida –amen de los esfuerzos del doctor von
Fotsch– a una circunstancia fortuita. No eran, como ellos creían,
los únicos testigos sobrevivientes de la “Operación Masacre”.
La policía bonaerense había tratado de capturar a los demás
fugitivos y recuperar las pruebas […], logrado eso, es probable que
todo, personas y cosas, hubieran desaparecido en una final y
silenciosa hecatombe. Pero la tentativa había fracasado y la
“Operación Masacre”, aun eliminando a Giunta y Livraga iba a ser
ampliamente conocida aquí y en el extranjero.
Gavino
se había asilado en la embajada de Bolivia antes de que se apagaran
los ecos de los últimos fusilamientos.
Julio Troxler y Reinaldo
Benavídez tampoco pudieron ser detenidos. A mediados de octubre se
refugiaron en la misma embajada y el 3 de noviembre un avión los
condujo a La Paz. El 17 de octubre, un hombre alto y moreno llegaba
caminando a la entrada de la sede diplomática, en la calle
Corrientes al 500. En el acto dos pesquisas de civil se lanzaron
sobre él y alcanzaron a manotearlo. Pero ya era tarde: Juan Carlos
Torres acababa de sustraerse a Fernández Suárez y pisaba suelo
extranjero. En junio de 1957 también viajó a Bolivia.
Don Horacio de Chiano estuvo
cuatro meses oculto antes de volver temerosamente a su casa de
Florida. La experiencia de terror había dejado hondas huellas en él
[…].
Livraga y Giunta volvieron a
trabajar. El primero como albañil, ayudando a su padre; el segundo,
en su viejo empleo.
El sargento Díaz no escapó de
todo a la furia desencadenada aquella noche de junio. Estuvo largos
meses preso en Olmos.
En los cementerios de Boulogne,
San Martín, Olivos, Chacarita, modestas cruces recuerdan a los
caídos: Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez,
Carlos Lizaso, Mario Brión (125–126).
Parte
Tercera: “Las evidencias”
En
esta parte del libro se describe cómo se acaba desvelando a los
culpables, así como las purgas dentro del estamento militar. En este
sentido, se contrapone la actitud del Jefe de policía, el teniente
coronel Fernández Suárez (quien intenta manipular la versión de
los hechos para salir indemne y lucha para que la juridicción del
caso pase del tribunal civil al tribunal militar) y del Inspector
General Doglia, que denuncia al Jefe de policía. El propio Fernández
Suárez se auto–inculpa involuntarialmente en su intento de
defensa, en sus declaraciones. Aquí entendemos la meticulosidad del
autor en las primeras páginas del libro, cuando intenta marcar la
cronología exacta de los hechos, prestando especial interés en la
hora de la promulgación de la Ley marcial, cronología que el autor
reconstruye con la ayuda del libro de los locutores de la Radio
Estatal, en la que se regoje com exactitud que la hora de emisión
del susodicho comunicado sobre la Ley marcial fue las 00:32 del día
10 de junio, lo que significa que, de acuerdo a los testimonios de
los sobrevivientes y de acuerdo a la propia declaración del Jefe de
policía, la acción contra las víctimas de la masacre y los cargos
(ficticios) que se les achacan, tuvieron lugar antes de la
declaración de la Ley marcial, y por lo tanto, los sospechosos por
la masacre deben ser juzgados por un tribunal civil y no por uno
militar. El autor, en este sentido, analiza la declaración del Jefe
de policía:
Aquí quiero pedir al lector
que descrea de lo que yo he narrado, que desconfie del sonido de las
palabras, de los posibles trucos verbales a que acude cualquier
periodista cuando quiere probar algo, y que crea solamente en aquello
que, coincidiendo conmigo, dijo Fernández Suárez.
Empiece por dudar de la
existencia misma de esos hombres a los que, según mi versión,
detuvo el jefe de policía em Florida, la noche del 9 de junio de
1956. Y escuche a Fernández Suárez ante la Junta Consultiva el 18
de diciembre de 1956, según la versión taquigráfica:
CON RESPECTO AL SEÑOR LIVRAGA,
QUIERO HACER PRESENTE QUE EN LA NOCHE DEL 9 DE JUNIO RECIBÍ LA ORDEN
DE ALLANAR PERSONALMENTE UNA CASA... EN ESA FINCA ENCONTRÉ A CATORCE
PERSONAS... ENTRE ELLAS ESTABA ESTE SEÑOR.
Existieron,
pues, esas personas, y entre ellas estaba Livraga. Pero yo he
afirmado que él detuvo a esos hombres antes de
estar em vigencia la ley marcial. Y para determinar la hora en que se
promulgó, no me he limitado a consultar los diarios del 10 de junio
de 1956, que, unánimes, informan que se anunció a las 00:30 de ese
día. He ido más lejos, he buscado el libro de locutores de Radio
del Estado, y lo he fotocopiado, para probar, al minuto, que la ley
marcial se hizo pública a las 00:32 del 10 de junio.
Y cuando sostengo que el jefe
de policía detuvo a aquellos hombres una hora y media antes, y
técnicamente un día antes, es decir, a las 23:00 del 9 de junio, no
acepte el lector mi palabra, pero acepte la del jefe de policía ante
la Junta Consultiva:
A LAS 23 HORAS ALLANÉ EN
PERSONA ESA FINCA...
Y cuando digo que esos hombres
no intervinieron en el motín del 9 de junio de 1956, extreme el
lector sus dudas. Pero dé crédito a Fernández Suárez cuando
declara:
...ESTA GENTE... ESTABA POR
PARTICIPAR EN ESTOS ACTOS...
Estaba.
Es decir, no había participado.
He dicho, asimismo, que aquellos
hombres no opusieron resistencia. Y dice Fernández Suárez:
...NO TUVIERON TIEMPO DE
RESISTIRSE...
Porque no tuvieron tiempo, o
porque no pensaron hacerlo, lo cierto es que no se resistieron
(135–137).
El
autor dice que sólo tuvo acceso al expediante instruido em La Plata
por el juez Belisario Hueyo en 1957, cuando ya se había publicado
una primera versión del libro. Esta parte es, por lo tanto, un
añadido posterior. Tiene acceso entonces a las declaraciones de los
represores y de otras personas involucradas, de una u otra manera, en
el caso, y aprovecha estas declaraciones para corroborar sus tesis
iniciales y los resultados de su investigación. En algunos casos,
además, usa sus propias investigaciones para desmontar las
declaraciones de los represores y descubrir sus intenciones. Algunos
de estos represores intentan ocultar o alterar los hechos, como
Fernández Suárez; otros ratifican las informaciones del libro, como
las declaraciones que llegan de los doctores y enfermeras que
atendieron a Livraga cuando llegó al hospital, de donde fue sacado
otra vez por los militares y llevado al calabozo de nuevo.
El
verdadero golpe de efecto de esta parte llega cuando se presentan a
declarar Rodrígeuz Moreno y Cuello, autores materiales de los
hechos, encargados de dirigir el fusilamiento que acaba
convirtiéndose en una carnicería. Rodrígues Moreno reconoce los
hechos, explica cómo se realizó la ejecución, cómo los
sobrevivientes lograron escapar y dice que la orden se la dio
directamente Fernández Suárez.
El
gobierno militar maniobrará para quitarle el proceso al magistrado y
llevarlo al Tribunal Superior, que lo convertirá en un proceso
militar, declarando inocentes a los acusados, dejando “para siempre
impune la masacre de José León Suárez” (168).
Curiosamente,
el libro se cierra con un capítulo intitulado “Aramburu y el
juicio histórico”, donde se expresa cómo el responsable de los
hechos en última instancia, el Presidente de facto de la República
Argentina, es secuestrado en 1970 (aquí vemos una vez más cómo el
libro ha ido creciendo y actualizándose en el tiempo desde su
primera publicación en 1956) por un comando de los Montoneros, que
lo acaba ejecutando:
El 29 de mayo de 1970 un
comando montonero secuestró en su domicilio al teniente general
Aramburu. Dos días después esa organización lo condenaba a muerte
y enumeraba los cargos que el pueblo peronista alzaba contra él. Los
dos primeros incluían “la matanza de 27 argentinos sin juicio
previo ni causa justificada” el 9 de junio de 1956.
El comando llevaba el nombre
del fusilado general Valle. Aramburu fue ejecutado a las 7 de la
mañana del 1 de junio y su cadáver apareció 45 días después en
el sur de la provincia de Buenos Aires (175).
Al final del libro, el autor quiere dejar claros los vínculos entre los hechos narrados en esta obra con épocas posteriores, esta relación tendría que ver con la linealidad y progresión de la historia, y con procesos de mediana y larga duración en los que se ven envueltos sectores antagónicos de la población. Esas violencias cometidas por ambos bandos van cimentando un muro ideológico y político. Se trata de sectores antagónicos: por un lado, la burguesía tradicional; y, por otro, los obreros con sus movimientos sindicales y sus representantes políticos:
El mal que hizo fueron los
hechos y el bien que pensó, un estremecimiento tardío de la
conciencia burguesa. Aramburu estaba obligado a fusilar y proscribir
del mismo modo que sus sucesores hasta hoy se vieron forzados a
torturar y asesinar por el simple hecho de que representan a una
minoría ururpadora que sólo mediante el engaño y la violencia
consigue mantenerse en el poder (177).
Frente
a la constatación de los abusos y de los crímenes del régimen de
Aramburu, Rodolfo Walsh denuncia la actitud de un amplio sector de la
sociedad que se dedica a un intenso proceso de conmemoración y
laudatorias para crear la imagen de un héroe;
El
dramatismo de esta muerte aceleró un proceso que suele llevar años:
la creación de un prócer. En cuestión de meses los doctores
liberales, la prensa, los herederos políticos canonizaron a Aramburu
mediante el uso irrestricto del ditirambo y la elegía. Paladín de
la democracia, soldado de la libertad, dilecto hijo de la patria,
militar forjado en el molde clásico de la tradición sanmartiniana,
gobernante sencillo y probo que rehuía por temperamento los excesos
de autoridad, son algunos de los conjuros que escamotean a la
historia el perfil verdadero de Aramburu. Dos años después tenía
su Mausoleo, ornado de Virtudes(176).
Por último, el libro
se cierra con una alusión a la superestructura económica, como
dándonos a entender que el fin último de esos gobiernos
totalitarios, fuera de todas las alusiones y reivindicaciones a
símbolos más o menos etéreos como la patria, la moral, las buenas
costumbres, el honor y la gloria, o la amenza anticomunista, se
reducen al final a una simple fórmula de liberalismo, dependencia
económica del país y enriquecimiento de los gobernantes:
La matanza de junio ejemplifica
pero no agota la perversión de ese régimen. El gobierno de Aramburu
encarceló a millares de trabajadores, reprimió cada huelga, arrasó
la organización sindical. La tortura se masificó y se extendió a
todo el país. […]
Pero si este género de
violencia pone al descubierto la verdadera sociedad argentina,
fatalmente escindida, otra violencia menos espectacular y más
perniciosa se instala en el país con Aramburu […]. La República
Argentina, uno de los países con más baja inversión extranjera (5%
del total invertido), que apenas remesaba anualmente al extranjero un
dólar por habitante, empieza a gestionar esos préstamos que sólo
benefician al prestamista, a adquirir etiquetas de colores con el
nombre de tecnologías, a radicar capitales extranjeros formados con
el ahorro nacional y a acumular esa deuda que hoy grava el 25% de
nuestras exportaciones. Un sólo decreto, el 13.125, despoja al país
de 2 mil millones de dólares en depósitos bancarios nacionalizados
y los pone en disposición de la banca internacional que ahora podrá
controlar el crédito, estrangular a la pequeña industria y preparar
el ingreso masivo de los grandes monopolios.
Quince años después será
posible hacer el balance de esa política: un país dependiente y
estancado, una clase obrera sumergida, una rebeldía que estalla por
todas partes. Esa rebeldía alcanza finalmente a Aramburu, lo
enfrenta con sus actos, paraliza la mano que firmaba empréstitos,
proscripciones y fusilamientos (178).
De manera que la Revolución Libertadora y los
siguientes gobiernos que continuaron con sus políticas prefiguraron
las siguientes décadas, con pequeños intentos de democratización y
abruptos golpes que impiden ese frágil desarrollo, hasta llegar al
golpe militar de 1976 y la dictadura consiguiente, donde el
desarrollo del capitalismo transnacional continuó fraguándose,
apoyado en la mano dura de los régimenes militares.
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