domingo, 15 de mayo de 2016

Operación masacre, Rodolfo Walsh




       La llamada “Revolución Libertadora” se refiere al golpe de estado y la posterior dictadura cívico–militar que depuso al presidente de la República Argentina Juan Domingo Perón. Estos hechos vinieron precedidos de una etapa de grandes enfrentamientos políticos e ideológicos en un país dividido. Perón instaura el “peronismo”, un movimiento polulista de corte social con un importante apoyo sindical. Perón asume en 1946 y gobernará en un ambiente de presiones y conspiraciones hasta 1956. Entre otros hechos violentos, destaca el bombardeo de la Plaza de Mayo de 1955, en el que, según los datos oficiales, fueron asesinadas 308 personas, pero donde no fue posible identificar a un gran número de cuerpos. Este bombardeo era la punta de lanza de un golpe de estado que pretendía eliminar de una sola vez a todo el Consejo de ministros con Perón a la cabeza, reunidos ese día en la Casa Rosada. Tras varias escaramuzas dentro de los golpistas, divididos entre el ala nacional–católica y el ala liberal, finalmente se impone al sector liberal con el general Pedro Eugenio Aramburu. Con el tiempo, el peronismo empezó a reorganizarsey es en este contexto cuando surge la Revolución de Valle y Tanco de 1956.

       Los militares que intentan reprimir la acción peronista, fusilan clandestinamente a un grupo de dieciocho personas que se reunieron para ver un combate de boxeo. De ellos, el inquilino del apartamento (que será uno de los primeros en escapar) y algún otro están al tanto del levantamiento, los otros estaban allí por casualidad. El autor explica el contexto así:

En junio de 1956, el peronismo derrocado nueve meses antes realizó su primera tentativa seria de retomar el poder mediante un estallido de base militar con algún apoyo civil activo.

La proclama firmada por los generales Valle y Tanco fundaba el alzamiento en una descripción exacta del estado de las cosas. El país, afirmaba, “vive una cruda y despiadada tiranía”; se persigue, se encarcela, se confina; se excluye de la vida cívica “a la fuerza mayoritaria”; se incurre en la “monstruosidad totalitaria” del decreto 4161 (que prohibía siquiera mencionar a Perón); se ha abolido la constitución para liquidar el artículo 40 que impedía “la entrega al capitalismo internacional de los servicios públicos y las riquezas naturales”; se pretende someter por hambre a los obreros a la “voluntad del capitalismo” y “retrotraer al país al más crudo coloniaje, mediante la entrega al capitalismo internacional de los resortes fundamentales de su economía” (66).

       Se pueden apreciar aquí los paralelismos de esta situación con lo ocurrido en 1976. Este fragmento es totalmente equiparable a algunas partes de la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”.

       El libro, un ejemplo paradigmático de la non fiction, constituye uno de los primeros casos en la literatura latinoamericana de un género que está a medio camino entre la realidad y la ficción. Sin embargo, le será muy difícil circular en su propia época y tendrá que esperar varias décadas para empezar a ser conocido.

      Su contenido se actualiza perfectamente cuando se lo contrasta con la época de la dictadura militar de 1976. El libro se edita ahora com varios apéndices que incluyen la “Carta abierta de un escritor a la junta militar”, enviado por Rodolfo Walsh a varios periódicos el 24 de marzo de 1977. El día siguiente, 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh desaparecía para siempre. La carta, al igual que el libro, no fue publicada al principio por ningún medio local, pero poco a poco fue abriéndose camino en el extranjero, y con la llegada de la democracia a Argentina, también sería publicada dentro del país.

       El libro actualmente cuenta con un prólogo y dos epílogos, uno de 1959 y otro de 1969, donde el autor va actualizando el caso. En el prólogo, el autor nos habla, desde el punto de vista del periodista, de la gestación y desarrollo del proyecto. Comienza explicando cómo el levantamiento lo sorprende mientras estaba jugando al ajedrez en un bar, lo que denota la relativa tranquilidad que reinaba en aquel entonces, y el poco interés por la política de gran parte de los ciudadanos. Mientras jugaban al ajedrez no se preocupaban de lo que estaba a punto de suceder:

La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana (17).

       En el prólogo nos habla también de las vicisitudes de la investigación, en una época donde los militares controlaban la información y había censura, no era fácil para el periodismo investigativo ver la luz. El periodista, convertido en un detective, debe cambiar de residencia, usar documentación falsa y llevar revólver. Poco a poco se va adentrando en la investigación y descubriendo a los pocos sobrevivientes de la masacre. Nadie quiere publicar su reportaje, eso traería grandes problemas al periódico que lo hiciese, sin embargo, finalmente consigue publicar un primer esbozo em una publicación minoritaria.



Parte primera: “Las personas”

       Tras el Prólogo, en el cual el autor introduce los hechos y describe algunos pormenores de cómo se enteró de ellos y la posterior investigación periodística que llevará a cabo, siguiendo en secreto la pista de los supervivientes, derribando las barreras del silencio auto–impuesto por el miedo a las represalias, explicando los motivos que lo llevaron a continuar en esa peligrosa búsqueda de la verdad, el autor comienza a redactar propiamente el libro.

       Esta primera parte, la más corta, introduce una técnica cinematográfica que volverá a ser usada en la descripción de la masacre, hacia el final de la segunda parte, como veremos. De una manera fragementaria, con contínuos cambios de perspectiva, el narrador nos lleva de la mano por los movimientos que realizan cada uno de los sujetos que van a ser víctimas de la masacre. Se trata de una serie de sujetos que, en su mayor parte, de manera más o menos casual llegan a un apartamento en el cual, según informaciones que le llegan al Jefe de policía, se llevaría a cabo una reunión clandestina de conspiradores. Gracias a la investigación de Walsh queda claro que aquella no era una reunión política, sino que los que fueron llegando al apartamento lo hacían con la intención de asistir a un combate de boxeo por televisión.

       Ese peregrinaje hacia el apartamento, casual en la mayor parte de los casos, le sirve al autor para presentar los sujetos con breves pinceladas costumbristas, describiendo sus casas y el barrio en el que viven, sus ropas, su ideología y manera de pensar, e incluso su carácter. Todos, ignorando lo que les aguarda esa noche, van derivando hacia ese apartamento.

       La obra, entonces, comienza con una especie de dramatis personae en el que se nos presenta a los principales personajes, en especial los asistentes a la reunión que fue asaltada por los militares y que precedió la tragedia. En la escueta pero precisa descripción de los personajes, el autor aprovecha para darnos una descripción de tipos sociales y del ambiente de la época, remarcando el hecho de que las víctimas de la masacre eran, en su mayor parte, ciudadanos “comunes”, sin implicaciones políticas, que vivían en un bairro eminentemente proletario de la Gran Buenos Aires:

Florida, sobre el F. C. Belgrano, está a 24 minutos de Retiro. No es lo mejor del partido de Vicente López, pero tampoco es lo peor. El municipio regatea el agua y las obras sanitarias, hay baches en los pavimentos, faltan letreros indicadores en las esquinas, pero el pueblo vive a pesar de todo.

El barrio donde van a ocurrir tantas cosas imprevistas está a unas seis cuadras de la estación, yendo al oeste. Ofrece los violentos contrastes de las zonas en desarrollo, donde confluyen lo residencial y lo escuálido, el chalet recién terminado junto al baldío de yuyos y de latas.

El habitante medio es un hombre de treinta a cuarenta años que tiene su casa propia, con un jardín que cultiva en sus momentos de ocio, y que aún no ha terminado de pagar el crédito bancario que le ha permitido adquirirla. Vive con una família no muy numerosa y trabaja en Buenos Aires como empleado de comercio o como obrero especializado. Se lleva bien con los vecinos y propone o acepta iniciativas para el bien común. Practica deportes, –por lo general el fútbol–, conversa los temas habituales de la política , y bajo cualquier gobierno protesta sin exaltarse contra el alza de la vida y los transportes imposibles.

Sobre este esquema se da una gama no muy amplia de variaciones. La vida es tranquila, sin altibajos. Aquí, en realidad, nunca ocurre nada.

En invierno las calles quedan semidesiertas a hora temprana. Las esquinas están mal iluminadas y hay que cruzarlas con precaución para no enfangarse en los charcos provocados por la falta de desagües. Donde hay un puentecito o una hilera de piedras para facilitar el cruce, es obra de los vecinos. A veces el agua oscura llega de un cordón a otro, y más que verse se adivina por el reflejo de alguna estrella o de los macilentos faroles que languidecen en los porches hasta altas horas. Sólo en la avenida San Martín se nota algún movimiento: un colectivo que pasa, un letrero de neón, el frío resplandor celeste del ventanal de un bar (36–37).



Parte Segunda: “Los hechos”

       A partir de aquí se suceden los hechos, que son descritos casi científicamente con una minuciosa cronología que se va actualizando, en periodos irregulares, que a veces son de dos, diez, veinte o treinta minutos. La acción sucede en Buenos Aires y en La Plata, único lugar donde la rebelión es más intensa y durante doce horas continúa combatiendo. Se trata de un trabajo de investigación minucioso, como comprobamos:

1:45. En el despacho del jefe de la Unidad Regional San Martín, inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno, también está encendida la radio. El decreto de ley marcial se ha vuelto a propalar a las 0:45, 0:50, 1:15, 1:35. Ahora lo están pasando nuevamente.

Hace alrededor de quince minutos se ha difundido el Comunicado n. 1 de la Vicepresidencia de la Nación, donde por primera vez se informa al país con algún detalle sobre lo que está ocurriendo (76–77).

       Frente a estos tramos del libro donde la reconstrucción es matemática y minuciosa, existen otras zonas mucho más nebulosas y ambiguas donde la reconstrucción de los hechos no puede llegar. Algunas lagunas se pueden rellanar com la descripción constumbrista de lugares y reflexiones filosóficas, pero en otras tiene que recurrir directamente a las interrogaciones retóricas:

¿Qué piensa Rodríguez Moreno? Siguiendo al oeste por la ruta 8, a unas diez cuadras de allí empieza un descampado de cuatro o cinco kilómetros, un verdadero desierto en la noche, que hasta tiene un puente sobrte un río... Un escenario perfecto para lo que se planea. Y sin embargo, dobla al norte, hacia José León Suárez, se interna en una zona semipoblada, donde sólo hay baldíos de tres o cuatro cuadras de largo.

¿Es estupidez? ¿Es anticipado remordimiento? ¿Puede ignorar la zona? ¿Es un inconsciente impulso de buscar testigos para el crimen que va a cometer? ¿Quiere brindar una posibilidad “deportiva” a los condenados, librarlos al destino, a la suerte, a la astucia de cada uno? ¿Quiere de este modo absolverse, delegando el fin de cada cual en manos de la fatalidad? ¿O quiere todo lo contrario: apaciguarlos, para que resulte más fácil darles muerte? (88–89).

       La descripción del lugar de la masacre es bastate poética y simbólica:

A la derecha del camino, oscuro y desierto, nace una callecita pavimentada que conduce a un Club Alemán. De un lado la calle tiene una hilera de eucaliptus, que se recortan altos y tristes contra el cielo estrellado. Del otro, a la izquierda, se extiende un amplio baldío, un depósito de escorias, el siniestro basural de José León Suárez, cortado de zanjas anegadas en invierno, pestilente de mosquitos y bichos insepultos en verano, corroído de latas y chatarra (90).

       Los eucaliptus “altos y tristes”, el “siniestro basural” en el que yacen “bichos insepultos”, contienen un alto valor simbólico que nos aproxima más de la literatura. Tienen una función de ambientación, a través de la cual el lector se va sintiendo más y más sobrecogido por la historia. La reconstrucción periodística objetiva se tiñe de la subjetividad del cronista, que se ha involucrado en la historia que nos cuenta hasta el punto de visualizar cada escena en su totalidad, identificado con los sujetos que son llevados al “matadero” e imaginando sus funestos pensamientos.

       En el capítulo 23, titulado “La matanza”, se cuenta, de manera fragmentada y con un gran dominio de técnicas narrativas, el momento exacto del fusilamiento. Este capítulo se caracterizada por los diálogos breves intercalados por pequeños párrafos que describen los movimientos y las reacciones de los diferentes sujetos involucrados en la escena. Se trata de una parte de gran dinamismo, donde la escena se disgrega en varios focos: por una parte, el grupo que se queda al lado de la camioneta, con los indivíduos que esperan su turno para ser fusilados; y, por otra parte, el primer grupo que va a ser ajusticiado. A partir de este momento, “el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico” (91). Se aprecia que los testimonios que el autor ha recogido, hasta ahora bastante coherentes entre ellos, dejan de coincidir y cada uno ha contado su propia experiencia desde una perspectiva personal en la cual es difícil prestar atención a todo lo que está ocurriendo porque están luchando por salvar su vida, presas del pánico.

    Por lo tanto, ante esa fragmentación del relato y de los testimonios, la narración se desarrolla de manera cinematográfica, donde la kinésica, los gestos, los movimientos de cámara y la sucesión de planos describen el recorrido de los que han conseguido burlar el cerco en su penosa huida, los sobrevivientes cuyos testimonios le sirven a Rodolfo Walsh para reconstruir la historia.

       A continuación, con algunos de los sobrevivientes corriendo y otros intentando parecer muertos sobre las zanjas, se retoma una y otra vez el mismo momento, desde el cual la narración prosigue con el punto de vista de cada uno de los sobrevivientes: el deambular moroso de la camioneta, los reflectores alumbrando los alrededores, los pasos aterradores de los soldados y los tiros de gracia.

       Es eminentemente cinematográfica, también, la posterior huida de los sobrevivientes, cuando los militares ya se han ido de la escena del crimen, recorriendo la ciudad en busca de un lugar donde protegerse, todavía en estado de skock. De entre todo el terror acumulado, destaca la imagen de Livraga, con el rostro desfigurado por el tiro de gracia que increíblemente ha fallado, deambulando por la ciudad a punto de desfallecer. Livraga será, precisamente (después de un gran tormento que lo lleva primero al hospital, de donde los militares lo sacan y lo vuelven a encarcelar, pero ya con el conocimiento de sus parientes que, a partir de ese momento velarán por que no sea asesinado), el foco de la tercera parte de la obra, en la que se narra su denuncia de los hechos cuando finalmente es puesto en libertad. Esta denuncia abrirá una investigación juducial que, finalmente, será tranferida a los tribunales militares.

      En la página 125, dando fin a la segunda parte del libro, titulada “Los hechos”, como en el epílogo de una película basada en hechos reales, se describe el final de cada uno de los sobrevivientes a la masacre:

Giunta y Livraga debían su libertad y aun su vida –amen de los esfuerzos del doctor von Fotsch– a una circunstancia fortuita. No eran, como ellos creían, los únicos testigos sobrevivientes de la “Operación Masacre”. La policía bonaerense había tratado de capturar a los demás fugitivos y recuperar las pruebas […], logrado eso, es probable que todo, personas y cosas, hubieran desaparecido en una final y silenciosa hecatombe. Pero la tentativa había fracasado y la “Operación Masacre”, aun eliminando a Giunta y Livraga iba a ser ampliamente conocida aquí y en el extranjero.

Gavino se había asilado en la embajada de Bolivia antes de que se apagaran los ecos de los últimos fusilamientos.

Julio Troxler y Reinaldo Benavídez tampoco pudieron ser detenidos. A mediados de octubre se refugiaron en la misma embajada y el 3 de noviembre un avión los condujo a La Paz. El 17 de octubre, un hombre alto y moreno llegaba caminando a la entrada de la sede diplomática, en la calle Corrientes al 500. En el acto dos pesquisas de civil se lanzaron sobre él y alcanzaron a manotearlo. Pero ya era tarde: Juan Carlos Torres acababa de sustraerse a Fernández Suárez y pisaba suelo extranjero. En junio de 1957 también viajó a Bolivia.

Don Horacio de Chiano estuvo cuatro meses oculto antes de volver temerosamente a su casa de Florida. La experiencia de terror había dejado hondas huellas en él […].

Livraga y Giunta volvieron a trabajar. El primero como albañil, ayudando a su padre; el segundo, en su viejo empleo.

El sargento Díaz no escapó de todo a la furia desencadenada aquella noche de junio. Estuvo largos meses preso en Olmos.

En los cementerios de Boulogne, San Martín, Olivos, Chacarita, modestas cruces recuerdan a los caídos: Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez, Carlos Lizaso, Mario Brión (125–126).



Parte Tercera: “Las evidencias”

       En esta parte del libro se describe cómo se acaba desvelando a los culpables, así como las purgas dentro del estamento militar. En este sentido, se contrapone la actitud del Jefe de policía, el teniente coronel Fernández Suárez (quien intenta manipular la versión de los hechos para salir indemne y lucha para que la juridicción del caso pase del tribunal civil al tribunal militar) y del Inspector General Doglia, que denuncia al Jefe de policía. El propio Fernández Suárez se auto–inculpa involuntarialmente en su intento de defensa, en sus declaraciones. Aquí entendemos la meticulosidad del autor en las primeras páginas del libro, cuando intenta marcar la cronología exacta de los hechos, prestando especial interés en la hora de la promulgación de la Ley marcial, cronología que el autor reconstruye con la ayuda del libro de los locutores de la Radio Estatal, en la que se regoje com exactitud que la hora de emisión del susodicho comunicado sobre la Ley marcial fue las 00:32 del día 10 de junio, lo que significa que, de acuerdo a los testimonios de los sobrevivientes y de acuerdo a la propia declaración del Jefe de policía, la acción contra las víctimas de la masacre y los cargos (ficticios) que se les achacan, tuvieron lugar antes de la declaración de la Ley marcial, y por lo tanto, los sospechosos por la masacre deben ser juzgados por un tribunal civil y no por uno militar. El autor, en este sentido, analiza la declaración del Jefe de policía:

Aquí quiero pedir al lector que descrea de lo que yo he narrado, que desconfie del sonido de las palabras, de los posibles trucos verbales a que acude cualquier periodista cuando quiere probar algo, y que crea solamente en aquello que, coincidiendo conmigo, dijo Fernández Suárez.

Empiece por dudar de la existencia misma de esos hombres a los que, según mi versión, detuvo el jefe de policía em Florida, la noche del 9 de junio de 1956. Y escuche a Fernández Suárez ante la Junta Consultiva el 18 de diciembre de 1956, según la versión taquigráfica:

CON RESPECTO AL SEÑOR LIVRAGA, QUIERO HACER PRESENTE QUE EN LA NOCHE DEL 9 DE JUNIO RECIBÍ LA ORDEN DE ALLANAR PERSONALMENTE UNA CASA... EN ESA FINCA ENCONTRÉ A CATORCE PERSONAS... ENTRE ELLAS ESTABA ESTE SEÑOR.

Existieron, pues, esas personas, y entre ellas estaba Livraga. Pero yo he afirmado que él detuvo a esos hombres antes de estar em vigencia la ley marcial. Y para determinar la hora en que se promulgó, no me he limitado a consultar los diarios del 10 de junio de 1956, que, unánimes, informan que se anunció a las 00:30 de ese día. He ido más lejos, he buscado el libro de locutores de Radio del Estado, y lo he fotocopiado, para probar, al minuto, que la ley marcial se hizo pública a las 00:32 del 10 de junio.

Y cuando sostengo que el jefe de policía detuvo a aquellos hombres una hora y media antes, y técnicamente un día antes, es decir, a las 23:00 del 9 de junio, no acepte el lector mi palabra, pero acepte la del jefe de policía ante la Junta Consultiva:

A LAS 23 HORAS ALLANÉ EN PERSONA ESA FINCA...

Y cuando digo que esos hombres no intervinieron en el motín del 9 de junio de 1956, extreme el lector sus dudas. Pero dé crédito a Fernández Suárez cuando declara:

...ESTA GENTE... ESTABA POR PARTICIPAR EN ESTOS ACTOS...

Estaba. Es decir, no había participado.
He dicho, asimismo, que aquellos hombres no opusieron resistencia. Y dice Fernández Suárez:
...NO TUVIERON TIEMPO DE RESISTIRSE...

Porque no tuvieron tiempo, o porque no pensaron hacerlo, lo cierto es que no se resistieron (135–137).

       El autor dice que sólo tuvo acceso al expediante instruido em La Plata por el juez Belisario Hueyo en 1957, cuando ya se había publicado una primera versión del libro. Esta parte es, por lo tanto, un añadido posterior. Tiene acceso entonces a las declaraciones de los represores y de otras personas involucradas, de una u otra manera, en el caso, y aprovecha estas declaraciones para corroborar sus tesis iniciales y los resultados de su investigación. En algunos casos, además, usa sus propias investigaciones para desmontar las declaraciones de los represores y descubrir sus intenciones. Algunos de estos represores intentan ocultar o alterar los hechos, como Fernández Suárez; otros ratifican las informaciones del libro, como las declaraciones que llegan de los doctores y enfermeras que atendieron a Livraga cuando llegó al hospital, de donde fue sacado otra vez por los militares y llevado al calabozo de nuevo.

       El verdadero golpe de efecto de esta parte llega cuando se presentan a declarar Rodrígeuz Moreno y Cuello, autores materiales de los hechos, encargados de dirigir el fusilamiento que acaba convirtiéndose en una carnicería. Rodrígues Moreno reconoce los hechos, explica cómo se realizó la ejecución, cómo los sobrevivientes lograron escapar y dice que la orden se la dio directamente Fernández Suárez.

       El gobierno militar maniobrará para quitarle el proceso al magistrado y llevarlo al Tribunal Superior, que lo convertirá en un proceso militar, declarando inocentes a los acusados, dejando “para siempre impune la masacre de José León Suárez” (168).

       Curiosamente, el libro se cierra con un capítulo intitulado “Aramburu y el juicio histórico”, donde se expresa cómo el responsable de los hechos en última instancia, el Presidente de facto de la República Argentina, es secuestrado en 1970 (aquí vemos una vez más cómo el libro ha ido creciendo y actualizándose en el tiempo desde su primera publicación en 1956) por un comando de los Montoneros, que lo acaba ejecutando:

El 29 de mayo de 1970 un comando montonero secuestró en su domicilio al teniente general Aramburu. Dos días después esa organización lo condenaba a muerte y enumeraba los cargos que el pueblo peronista alzaba contra él. Los dos primeros incluían “la matanza de 27 argentinos sin juicio previo ni causa justificada” el 9 de junio de 1956.

El comando llevaba el nombre del fusilado general Valle. Aramburu fue ejecutado a las 7 de la mañana del 1 de junio y su cadáver apareció 45 días después en el sur de la provincia de Buenos Aires (175).

       
Al final del libro, el autor quiere dejar claros los vínculos entre los hechos narrados en esta obra con épocas posteriores, esta relación tendría que ver con la linealidad y progresión de la historia, y con procesos de mediana y larga duración en los que se ven envueltos sectores antagónicos de la población. Esas violencias cometidas por ambos bandos van cimentando un muro ideológico y político. Se trata de sectores antagónicos: por un lado, la burguesía tradicional; y, por otro, los obreros con sus movimientos sindicales y sus representantes políticos:

El mal que hizo fueron los hechos y el bien que pensó, un estremecimiento tardío de la conciencia burguesa. Aramburu estaba obligado a fusilar y proscribir del mismo modo que sus sucesores hasta hoy se vieron forzados a torturar y asesinar por el simple hecho de que representan a una minoría ururpadora que sólo mediante el engaño y la violencia consigue mantenerse en el poder (177).


       Frente a la constatación de los abusos y de los crímenes del régimen de Aramburu, Rodolfo Walsh denuncia la actitud de un amplio sector de la sociedad que se dedica a un intenso proceso de conmemoración y laudatorias para crear la imagen de un héroe;

El dramatismo de esta muerte aceleró un proceso que suele llevar años: la creación de un prócer. En cuestión de meses los doctores liberales, la prensa, los herederos políticos canonizaron a Aramburu mediante el uso irrestricto del ditirambo y la elegía. Paladín de la democracia, soldado de la libertad, dilecto hijo de la patria, militar forjado en el molde clásico de la tradición sanmartiniana, gobernante sencillo y probo que rehuía por temperamento los excesos de autoridad, son algunos de los conjuros que escamotean a la historia el perfil verdadero de Aramburu. Dos años después tenía su Mausoleo, ornado de Virtudes(176).

       Por último, el libro se cierra con una alusión a la superestructura económica, como dándonos a entender que el fin último de esos gobiernos totalitarios, fuera de todas las alusiones y reivindicaciones a símbolos más o menos etéreos como la patria, la moral, las buenas costumbres, el honor y la gloria, o la amenza anticomunista, se reducen al final a una simple fórmula de liberalismo, dependencia económica del país y enriquecimiento de los gobernantes:

La matanza de junio ejemplifica pero no agota la perversión de ese régimen. El gobierno de Aramburu encarceló a millares de trabajadores, reprimió cada huelga, arrasó la organización sindical. La tortura se masificó y se extendió a todo el país. […]

Pero si este género de violencia pone al descubierto la verdadera sociedad argentina, fatalmente escindida, otra violencia menos espectacular y más perniciosa se instala en el país con Aramburu […]. La República Argentina, uno de los países con más baja inversión extranjera (5% del total invertido), que apenas remesaba anualmente al extranjero un dólar por habitante, empieza a gestionar esos préstamos que sólo benefician al prestamista, a adquirir etiquetas de colores con el nombre de tecnologías, a radicar capitales extranjeros formados con el ahorro nacional y a acumular esa deuda que hoy grava el 25% de nuestras exportaciones. Un sólo decreto, el 13.125, despoja al país de 2 mil millones de dólares en depósitos bancarios nacionalizados y los pone en disposición de la banca internacional que ahora podrá controlar el crédito, estrangular a la pequeña industria y preparar el ingreso masivo de los grandes monopolios.

Quince años después será posible hacer el balance de esa política: un país dependiente y estancado, una clase obrera sumergida, una rebeldía que estalla por todas partes. Esa rebeldía alcanza finalmente a Aramburu, lo enfrenta con sus actos, paraliza la mano que firmaba empréstitos, proscripciones y fusilamientos (178).


       De manera que la Revolución Libertadora y los siguientes gobiernos que continuaron con sus políticas prefiguraron las siguientes décadas, con pequeños intentos de democratización y abruptos golpes que impiden ese frágil desarrollo, hasta llegar al golpe militar de 1976 y la dictadura consiguiente, donde el desarrollo del capitalismo transnacional continuó fraguándose, apoyado en la mano dura de los régimenes militares.


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