jueves, 2 de junio de 2016

JORGE VOLPI, MENTIRAS CONTAGIOSAS




     El mexicano Jorge Volpi publica en 2008 un supuesto libro de ensayos, intitulado Mentiras contagiosas, en la editorial Páginas de Espuma. Como el propio título indica, casi nada en este libro debe ser tomado literalmente, excepto quizá el mismo título, que nos remite a otros sintagmas similares, especialmente a aquel que dice: “mentiras piadosas”. Definitivamente, las mentiras de las que trata este libro no son “piadosas”, y sí, ciertamente contagiosas. El lector descubre en los primeros compases del libro que ese sintagma es doblemente conveniente: en primer lugar, porque define a la novela en cuanto género de la ficción literaria; y, en segundo lugar, porque los microensayos que componen la obra están plagados de mentiras de todo tipo.

     Definir como “mentiras” las licencias poéticas y los artificios retóricos que caracterizan a cierto tipo de estilo literario (especialmente grato a los discípulos de Borges, en cuyas páginas realidad y ficción se entrelazan y donde, como en un artículo científico de física cuántica, el autor se convierte en un creador de “mundos” paralelos o posibles) puede resultar simplista, y en realidad lo es, pero sirva por ahora para ejemplificar la idoneidad del título con el que Volpi bautizó a su criatura.

     Mentiras no siempre piadosas, pues, pero en la mayor parte de los casos contagiosas, virales, y potencialmente peligrosas, las novelas, según Volpi, nos acompañan desde mucho antes de la creación del género, desde que el hechicero de la tribu, en las noches insomnes, se acostumbró a contar historias al calor de la hoguera. Ahí habría nacido, en un acto eminentemente oral, el pacto entre el escritor y sus lectores, esa tendencia aparentemente gratuita y libre de propósitos prácticos que acompañará por los siglos de los siglos a la humanidad, por mucho que, situado a veces en un futuro tecnólogico, radicalmente eficiente y racional, la voz que dicta esta suerte de ensayos se empeñe en anunciar el final de la literatura.

     Es difícil clasificar esta obra, algo, por otra parte, perfectamente coherente con un contenido que critica el ansia taxonómica de la crítica literaria y de la sociedad en general. A medio camino entre el cuento y el ensayo, estos fragmentos transitan por los límites entre géneros aparentemente tan antagónicos como los ficcionales y los típicos de la prosa científica, ya se trate de artículos periodísticos, de crítica literaria, sobre teoría evolutiva o física cuántica. Más interesante aún, no contento con esto, el autor aplica los mecanismos indagatorios de las ciencias “exactas” a un constructo social como las novelas, explicando que, como los seres vivos y las ideas (o memes), los géneros literarios nacen, se reproducen, evolucionan y desaparecen.
El libro se divide en cinco partes de extensión desigual y, pese a la diversidad de los temas tratados, una línea de pensamiento le otorga coherencia y cohesión. En efecto, existen ciertas ideas recurrentes, como las reflexiones sobre el género de la novela o la indagación acerca de la idiosincrasia de la literatura latinoamericana. Las partes del libro:

  1. Libros, escritores, lectores
  2. Experimentos
  3. Dos divagaciones cervantinas
  4. Alegato contra fronteras
  5. Nuestros antepasados

     En cierto modo, las dos primeras partes partes de este libro pretenden ser una excavación arqueológica, o entonces una colección de relatos de ciencia ficción, un reportaje periodístico, tal vez un ensayo científico, o incluso un homenaje a la obra borgiana. Probablemente, todo eso y mucho más.

     En estas dos primeras partes que, en cierto modo, actúan como introducción, nos encontramos con un irónico viaje a los orígenes de la novela y, en un nivel más profundo, a las relaciones entre escritor y lector, y entre ficción y sociedad. En las primeras líneas del libro se anuncia la defunción de la novela:

     Certifico la defunción de la novela. Según los cronistas, el último ejemplar de esta especie apareció hace cien años: un pobre remedo de Las aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, perpetrado por un tal Menard y publicado en Ciudad de México en 2605 (p. 11).

     Pocos comienzos como este nos llevan de cabeza tan rápidamente al meollo de la cuestión, a la vez que abren resonancias simultáneas de gran calado. Por una parte, se habla de la novela como si se tratase de una especie extinta (“El último ejemplar de esta especie”). A continuación se alude a la obra de Borges, concretamente al relato “Pierre Menard, autor del Quijote”. Y, finalmente, se ubica la acción en un futuro lejano que, no por casualidad, es la ciudad de México, lugar de gran importancia para la literatura latinoamericana y prototípica mega-ciudad del futuro. Por otra parte, queda latente en este comienzo, una de las ideas de esta primera parte: la literatura actual constituye, en gran medida, una continua reformulación de las novelas del pasado. Esta idea nos lleva a otras ideas que se desprenden de manera lógica y que están presentes en esta primera parte del libro: el final de la novela, su desaparición como especie, será la consecuencia del uso de fórmulas prototípicas como clave para el éxito comercial. Un éxito que no está acompañado de la experimentación formal y de la innovación necesarias para revitalizar continuamente el género. Como ejemplo prototípico de este tipo de novelas, El código Da Vinci:

     El código Da Vinci apenas puede ser considerada una auténtica novela. La obra de Brown se parece más a un virus: una estructura que, robando memes de obras más sólidas, ha alcanzado una capacidad de multiplicación sin precedentes, semejante a una pandemia o a un cáncer. Durante años, Dan Brown se apropió de ideas provenientes tanto de la novela histórica como de la policíaca, las mezcló com la estructura de El péndulo de Foucault y tramó un artefecto cuyo mayor interés radica en su insólita capacidad para replicarse. Si uno analiza este best seller con detenimiento, comprobará que su material genético propio es casi nulo, pero su capacidad para infectar es, por el contrario, elevadísima. Poco importa que, en comparación con otros organismos más evolucionados, su esqueleto nos parezca raquítico: como todo virus, su objetivo es contaminar al mayor número de lectores posible (34).

     Son habituales al comienzo del libro las reflexiones sobre el campo literario y las presiones del mercado. Debido a estas presiones, los escritores buscan fórmulas para el éxito que pasan, actualmente, por la superación del experimentalismo de los años 60 y 70 en favor de las “novelas de género”, como la novela policíaca, la novela negra, la novela de ciencia ficción, la novela sentimental, la novela histórica o el folletín. Esto se debe a que los autores, “en vez de arriesgarse a explorar nuevas sendas, auspiciados por sus editores, se conforman con seguir esquemas preestablecidos que les garantizan grandes tirajes y fama inmediata”. Frente a este tipo de novelas, cuya estructura está guiada por imperativos del mercado, Volpi ve con buenos ojos la mezca de novela y ensayo, como si se tratase de una bocanada de aire fresco y un reducto para escritores innovadores a los que les gusta experimentar e innovar continuamente provocando la evolución de la novela.

     En algunos casos, la obra cae en contradicciones, y este es uno de los elementos que refuerza la idea de que se trata de una compilación de artefactos en los cuales se ha producido la unión de ensayo y relato, pues el narrador de los diferentes textos no es unívoco ni presenta las mismas opiniones en cada lugar. Frente al narrador del “Requien por la novela”, quien, ubicado en un futuro remoto, dice no entender la existencia de un género como la novela en una civilización racional, atacándola por su aparente gratuidad y falta de sentido; en otros pasajes, el narrador defiende la importancia social de la novela: “Quienes creemos que la novela es una herramienta indispensable para la humanidad, podemos contribuir a que no muera […]. A lo largo de los siglos el arte de la novela ha sido una de las mayores fuentes del conocimiento humano”.

     En “Pobladores de mundos extraños”, Volpi encuentra similitudes entre los científicos y los escritores, pues ambos tienen como principal piedra de toque la imaginación. Ambos, en cierto sentido alejados de la realidad, se vuelcan sobre las partes más inciertas y oscuras para entregarnos explicaciones del mundo. En este sentido, puede considerarse este texto como el más autobiográfico de los que forman la obra, pues Volpi reconoce su calidad de físico frustrado. Para explicarnos el vínculo entre literatura y ciencia, el autor recurre a los orígenes de ambas disciplinas:

     En esas épocas remotas, religión y ciencia -o mejor: ficción y ciencia- apenas se diferenciaban, eran dos formas de responder a la misma curiosidad insatisfecha. La invención de dioses y de héroes, forma primaria de la literatura, perseguía el mismo objetivo que la ciencia: saber que ocurrió em el pasado -cómo se creó el universo, cómo surgió la Tierra, de donde provenimos- y predecir, com la mayor exactitud posible, lo que sucederá más adelante (44).

     A continuación, Volpi indaga en los paralelismos entre literatura y ciencia derivados de los últimos avances de la Física Cuántica, donde la expresión de una concepción especialmente compleja del Universo, apenas entrevista y difícilmente demostrable por medio de fórmulas matemáticas, requiere de la imaginación que normalmente le atribuimos a la literatura (“La física cuántica ofrece tantas paradojas que merecería ser considerada una fantasía literaria”). La ciencia, en este sentido, se transforma en relato. Resulta de gran interés el paralelismo histórico entre el paradigma de la literatura y el de la ciencia, que Volpi recrea cuando explica que, en el siglo XIX, los científicos se consideraban a sí mismos catalogadores o archivistas de las diferentes taxonomías que la realidad ofrecía, como si todo en el Universo fuera exacto y el ser humano, con un trabajo de archivador paciente, pudiese conseguir darle nombre a todo. Una tendencia similar reinaba en la literatura en aquellos momentos, con las estéticas realista y naturalista, que aspiraban a ofrecer una imagen perfecta de la realidad de su época, tanto de lo consciente como de lo inconsciente. Pero el siglo XX acabaría con este espejismo:

     Einstein destruyó esta visión idílica. Los horrores de la Primera Guerra Mundial hicieron el resto. A partir de entonces, ni los hombres de ciencia ni los novelistas volverían a sentirse capaces de ofrecer una visión del mundo llana y armónica: la era del progreso lineal, de la taxonomía, del optimismo y de la fe en el futuro habían llegado a su fin. Comenzaba la era de la incertidumbre (47-48).

     En DOS DIVAGACIONES CERVANTINAS, Volpi nos entrega una serie de reflexiones sobre la novela que muchos consideran la primera de su género: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. La primera de las “Divagaciones” es una crónica sobre dos célebres intentos de llevar al cine la novela de Cervantes, el de Orson Welles y el de Terry Gilliam. Este texto se recrea especialmente en la figura de Orson Welles, cuya figura resulta tan diferente del “temperamento meláncólico” que, según Volpi, solemos atribuirle a los artistas, y que tan bien casa con la escuálida figura de Alonso Quijano. Esta crónica de las andanzas de Welles a lo largo de su proyecto de rodar su adaptación del Quijote, película que finalmente nunca acabará, pese a rodar muchas escenas, se detiene tal vez demasiado en los amoríos del director, pero Volpi cree necesario abundar en sus avatares sentimentales para mostrarnos su temperamento pasional y avasallador. La sombra de Borges se desliza por la crónica, Orson Welles, al llevar al cine a D. Quijote, se convierte en un trasunto de Pierre Menard, en el tono de su voz, que sería la encargada de narrar una película muda, la obra de Cervantes adquiriría una nueva significación. Por otra parte, el proyecto de Orson, tal como lo hemos conocido en el collage de escenas que Jess Franco realizó del metraje del director y por las entrevistas en las que éste dejó algunas ideas sobre lo que proyectaba, confrontaba a D. Quijote y a Sancho con la realidad del futuro, actualizando la sensación de desajuste entre el universo que el caballero de la triste figura se imagina y el mundo en el que en realidad se desenvuelve. La escena en la que D. Quijote ve representada su propia vida en la pantalla del cine retomaría el episodio de la segunda parte de la novela cervantina en el que D. Quijote es reconocido por personas que ya han leido sus aventuras.



     En el segundo texto de las Dos Divagaciones Cervantinas, la presencia de Borges es todavía más intensa. El autor lleva a cabo un ejercicio de crítica literaria en el que desarrolla una supuesta tesis apoyada en tres críticos que no existen. Estos profesores universitarios defienden la existencia real de Cide Hamete Benengeli, segundo narrador del Quijote, que sería en realidad un historiador de origen morisco, converso, que habría escrito la historia de Torrijos de Almagro, personaje igualmente ficticio. Este personaje, según la indagación de los tres supuestos estudiosos, habría sido un hidalgo que formó parte de la expedición de Hernán Cortés en México, y que, tras años de violenta conquista, al regresar a España pierde, como Alonso Quijano, el juicio, en este caso por las atrocidades que había visto en su periplo por tierras americanas. Entonces, según los especialistas, Cervantes se habría basado en este supuesto personaje histórico para escribir El Quijote. Además del juego literario, típicamente borgiano, de inventar una genealogía de estudiosos que sostiene una hipótesis verosímil, pero falsa, con citación de manuscritos y artículos científicos incluida, este texto juega con la novela original, desarrollando la idea de que el narrador Cite Hamete es un personaje real. Por otra parte, se aprecia una crítica de la crítica literaria, o apenas una mofa de la misma, pues se describe como los críticos trabajan en muchos casos con conjeturas y teorías de difícil credibilidad, manipulando los datos, seleccionando las citas y disponiendo, en fin, el material de manera que sus teorías resulten respaldadas. La crítica, como la historiografía, es víctima de una aguda crisis, en una época en la que ya no es posible aspirar a verdades totalizadoras, y tenemos que resignarnos a aceptar que todo ejercicio de crítica es mera interpretación.

     En la defensa de la existencia de Cide Hamete, resulta curioso el hecho de que, imitando lo que Cervantes hace con Alonso Quijano (quien a su vez imita las características del discurso histórico), Volpi nos ofrece diferentes versiones del nombre de este supuesto personaje histórico para darle credibilidad a su argumentación, se trata de denominaciones que los estudiosos habrían encontrado en su búsqueda por archivos y conventos:

     Un buen día, Palacio recibió una urgente llamada telefónica de Héctor Urrutia, profesor de la Universidad James Madison de Virginia, y considerado como uno de los mayores especialistas en el Siglo de Oro. Con el tono apresurado y vehemente que lo caracteriza, Urrutia le dijo a Palacios que […] había seguido la pista de un tal Santiago de los Ángeles, fraile de la Orden de los Predicadores, adscrito al Real Monasterio de Piedra durtante la primera década del siglo XVII, y reportado como autor de una Historia verdadera de la expulsión de los moros en el Año del Señor de 1492. ¿Podía este Santiago de los Ángeles ser el mismo Jacobo de los Ángeles descubierto por Palacio y, por tanto, el mal llamado Sidi Ben Angeli, es decir, Cide Hamete Benengeli? […].

      La relatoría del Capítulo General de la Orden de 1588 mencionaba a un tal Fray Jaime de los Ángeles, adscrito al Monasterio de Piedra y natural de Zaragoza. Pero lo más relevante del caso era que, según los cronistas del capítulo, este fray Jaime fue severamente amonestado por “escrevir asuntos no propios de su condissión” e incluso se insinúa que su sangre no era completamente pura, haciendo alusión a su posible origen morisco […].

     La pista que terminó por confirmar las sospechas de los investigadores apareció poco después, cuando, en 1999, Urrutia exhumó del Archivo de la Corona de Aragón un documento fechado en 1594 en el que se lee claramente: “Fray Yago de los Ángeles id est Binangeli” (104-105).
     
     Pastiche, sobreescritura, palimpsesto, en este texto, Volpi no sólo inventa un grupo de estudiosos con sus respectivas investigaciones, sino que crea de la nada un caballero andante, doble del que ya conocemos, cuya gesta también fue escrita, aunque el libro se haya perdido, y que incluso cuenta con exégesis posteriores que hablan de él, exégesis en las que los críticos citados se basan para sostener sus intrépidas teorías. Qué mejor manera de explicarnos el declive de la crítica tradicional, e incluso los mecanismos (meta)narrativos de El Quijote, de Cervantes y de Borges, que creando un artefacto textual armado con muchas de las características de estos modelos. Por último, “Conjetura sobre Cide Hamete Benengeli” sigue estrictamente las normas del género del artículo científico: la estructura está perfectamente delimitada, comenzando con el “Propósito” y continuando con la revisión bibliográfica, cada fuente (incluso las ficticias) está convenientemente refrendada con cita a pie de página, y el texto se cierra con una “Conclusión”. En pos de la verosimilitud y del efecto paródico, el artefacto debe apropiarse concienzudamente de las carecterísticas formales del género que quiere parodiar y, por consiguiente, subvertir, en este caso el artículo científico publicado en revistas especializadas.



     La parte titulada ALEGATO CONTRA FRONTERAS contiene un ensayo (“Las trompetas de Jericó y los crímenes de Santa Teresa) en el cual el autor no entra en los juegos paródicos característicos de partes anteriores. Aquí se reflexiona serenamente, con abundantes referencias bibliográficas, sobre las fronteras y su influencia en las obras literarias. Además de la obvia definición de la novela como un género fronterizo, híbrido, llama la atención que gran parte del texto se configure como una suerte de introducción para llegar al desenlace, en el cual se habla específicamente de 2666, obra póstuma de Roberto Bolaño, que parece ser el verdadero propósito del ensayo. La idea de frontera se asocia, en el campo de la literatura, al nacionalismo, que hunde sus raíces en el Romanticismo decimonónico. Frente a estas “aduanas literarias”, se yergue, anticipándonos el tema del siguiente ensayo, la idea obsesiva de Volpi según la cual:

     Si fuésemos sinceros, tendríamos que reconocer que en realidad no existen ni la literatura alemana ni la francesa ni la mexicana ni, por supuesto, la latinoamericana. La invención de estas categorías fronterizas es un resabio clasificatorio del siglo XIX […].
La literatura no conoce fronteras. Los grandes escritores siempre escapan de los cotos cerrados impuestos por la geografía, la política y el tiempo (132).

     La ambición de los seres humanos, al final, parece ser burlar la soledad a la que estamos condenados y derribar las fronteras que nos separan de los otros, y esto lo conseguimos, principalmente, gracias “al sexo, el lenguaje y la imaginación”, nos dice Vopi.

     Después de esta extensa introducción, Volpi se centra en la frontera entre México y Estados Unidos, concretamente en Ciudad Juárez, transformada en Santa Teresa en 2666, de Roberto Bolaño, donde se recrea, con una objetividad de forense, el asesinato de mujeres en los alrededores de las maquiladoras, empresas norteamericanas que, gracias a los acuerdos de libre comercio, se asientan en territorio mexicano atrayendo a miles de jóvenes de todo México en busca de un salario. 2666 es, según Volpi, una novela “fronteriza”:

     No sólo estamos ante una novela que profundiza en el sentido último de las fronteras -el abismo de Santa Teresa-, y en especial de esa última frontera que es la muerte, sino que su propia estructura escapa a cualquier división genérica, decidida a mantenerse en una especie de limbo formal […].

     Casi toda la obra de Bolaño posee esta condición movible, indefinible, porosa. Sus novelas son ensayos sin dejar de ser novelas. Al mismo tiempo, se permiten jugar con todos los géneros, detectivesco, sentimental, enciclopédico, sin caer en la telaraña de ninguno de ellos. Pero sólo en 2666 lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias: su estilo es elusivo, sus mensajes oblicuos, sus respuestas quebradas; sus personajes se mantienen en esa zona de indefinición, entre la demencia y la cordura, entre la ficción y la realidad, entre un lado y otro, lo cual impide sacar conclusiones unívocas sin dejar de advertirnos sobre la irracionalidad y la estupidez que imperan en este mundo. Porque en Bolaño, a diferencia de lo que ocurre con los escritores que han copiado sus procedimientos, la ambigüedad no constituye una renuncia a confrontar los hechos y a enjuiciar a los culpables del horror (139-140).

     Es interesante esa reflexión final que nos dice que Bolaño no renuncia “a enjuiciar a los culpables del horror”. Especialmente en 2666, nos encontramos con un tratado sobre el mal, cuya acción describe, en la novela de Bolaño, un arco que va desde la Segunda Guerra Mundial hasta desembocar en la Santa Teresa del siglo XXI, lugar hacia el que confluyen las diferentes historias que la novela desarrolla. Allí, en Santa Teresa, en la última parte del libro (La parte de los crímenes), Bolaño se empeña en narrar el horror, aunque para ello tenga que llenar páginas y páginas de informes forenses, adentrándose, además, en investigaciones que ya le han costado la vida a varios periodistas.



     En la siguiente parte del libro, LA OBSESIÓN LATINOAMERICANA, Volpi retoma las técnicas narrativas con las que se abre el libro: tenemos de nuevo a un narrador que se sitúa en el tiempo futuro, aunque en este caso se trate de un futuro próximo, el 2055. Desde esa época, un crítico estadounidense, llamado Ignatius H. Berry, que es catedrático de Hispanic and Chicana Literature por la Universidad de Dakota del Norte, ha publicado un artículo fundacional en una revista (de nombre revelador): In/positions.

     Las opiniones vertidas por este post-crítico ficcional, transcriptas de ese supuesto artículo, son verdaderamente problemáticas. Volpi lleva a cabo aquí una crítica de los Estudios Culturales anglosajones y de ciertas teorizaciones de la posmodernidad. Critica especialmente ese gusto casi fetichista y, en cierto modo, necrofílico, por América Latina y otros lugares del Tercer Mundo. Es como si estos críticos necesitasen mantener una visión un tanto mitológica y tercermundista de territorios y culturas que, inevitablemente, evolucionan al compás de la civilización occidental, de la cual forman parte, como si esas posiciones teóricas, aunque vestidas de ropajes (pos)modernos e investidas por presupuestos considerables, se mantuviesen estáticos en una visión (neo)colonial de la que no consiguen salirse. Para ellos, más importante que el valor literario y estético de una obra, que lleva pareja su significación histórica, parece ser el contenido más o menos pos-colonial que puedan traer a colación. Desdeñan, además, la importante tradición crítica latinoamericana, que ha construido un edificio teórico digno de tener en cuenta cuando se trata de literatura latinoamericana.

     De manera colateral, o más o menos central, está el tema del Boom literario y del “realismo mágico”, que, según Volpi, no deja de ser una creación ajena, impuesta por críticos foráneos. El punto de vista de este tipo de crítica lo resume Volpi en esta cita:

     Por más que filólogos y eruditos se obstinen en buscar antecedentes en épocas anteriores, no existe ninguna obra relevante antes de Jorge Luis Borges.

     Poco después apareció un grupo de escritores que convirtió América Latina en un referente obligado de la cultura occidental. Conocido con el nombre de Boom, su núcleo central estuvo formado por Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, a los que pueden sumarse los nombres de José Donoso, Guillermo Cabrera Infante, Juan Carlos Onetti, José Lezama Lima, Fernando del Paso, Ernesto Sábato, Manuel Puig o Alfredo Bryce Echenique […].

     A toda época de esplendor sigue una de decadencia, y así ocurrió en América Latina. Dominada por la autocomplacencia y las presiones del mercado, poco a poco su literatura perdió fuelle [...].

     Las sucesivas crisis económicas, la desaparición de su industria editorial, la falta de lectores y la integración de la Zona de las Américas en 2025 disolvieron a América Latina como entidad cultural. Lo más grave es que los responsables de este retroceso fueron los propios escritores latinoamericanos posteriores a Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez. En vez de prolongar los caminos abiertos por sus mayores, se internaron en un territorio dominado por un lenguaje internacional -una especie de koiné hispánica- y extraviaron las peculiaridades que los distinguían como latinoamericanos (143-144).

     Una vez más, lo más interesante de la cita se resume al final: las hornadas de escritores latinoamericanos que suceden al Boom (entre los que se incluye el propio Volpi) han extraviado “las peculiaridades que los distinguían como latinoamericanos”. He aquí la bandera volpiana, que defiende el derecho de la literatura latinoamericana a “des-latinoamericanarse para así latinoamericanarse mejor”. ¿Una región como la latinoamericana, que, tras el periodo de las dictaduras y del Plan Cóndor y el advenimiento de las democracias representativas, ha pasado a integrarse en la cultura de masas occidental, donde imperativos y reivindicaciones políticas, sin desaparecer por completo parece que han dejado de movilizar muchedumbres, tiene el derecho de pasar página? ¿Las etiquetas del pasado sólo sirven para el pasado? ¿El presente viste nuevas ropas? En todo caso, el debate sobre la identidad latinoamericana puede seguir siendo importante, pero de manera paralela se desarrollan otros paradigmas. De estos cambios se queja amargamente el artículo de Ignatius H. Berry, ya que “salvo en el caso de un puñado de escritores que se obstinaron en explorar sus problemas locales, la narrativa latinoamericana se vació de contenido […]. La voluntad de renunciar a lo nacional tornó espuria la aventura de aquellos jóvenes, hoy convertidos en piezas del museo de la era de la globalización” (146).

     Finalmente, la voz autorial emerge para enjuiciar el polémico artículo de Ignatius H. Berry, que él mismo ha escrito. Por si alguien se había tomado en serio las ideas de este artículo, o para hacer más explícita su crítica a los Estudios Culturales, la voz de Vopi comienza la crítica de la crítica, que, consecuentemente, también puede, y probablemente debe, ser criticada. Veamos en primer lugar su crítica a los Estudios Culturales:

     En esta época que los académicos estadounidenses no vacilan en llamar poscolonial, tanto los críticos como los lectores del Primer Mundo parecen sentir una inevitable ambivalencia frente a esas otras civilizaciones, para usar la nociva terminología de Huntington, que han estado o continúan sometidas a su influencia cultural, comercial o política. Azotados por una especie de complejo de culpa histórico, consideran que Occidente debe abandonar sus actitudes coloniales y descubrir los aspectos soterrados u olvidados de sus antiguos súbditos. La premisa básica es el relativismo cultural: dado que ninguna civilización es superior a las otras, buscan frenar la expansión de la cultura occidental en el mundo para rescatar las peculiaridades de las naciones tercermundistas. Tras siglos de explotar a las otras culturas, ahora se empeñan a rescatar los auténticos valores de los otros […].

     Obsesionados con lavar sus pecados históricos, no se cansan de alabar las diferencias culturales que perciben en la literatura latinoamericana. Estos críticos europeos y estadounidenses olvidan algo esencial: desde el siglo XVI, los escritores de lo que hoy es América Latina siempre se han creido parte de Occidente. Tal vez se trate de un Occidente excéntrico, como señaló Octavio Paz, matizado por la cultura pre-hispánica, pero no una civilización distinta, como quiere Huntington (149).

     Dejaré ahora translucir mi propia voz autorial, ya que estamos embarcados en ese tipo de juego. Estoy totalmente de acuerdo con estas aseveraciones, así como con otras muchas que aparecen en el juego de espejos que es este libro. Sin embargo, en algunas ocasiones, Volpi lleva el rechazo a la etiqueta “literatura latinoamericana” a sus últimas consecuencias, y en mi opinión, en esos momentos, llega a contradecirse a sí mismo. Vale que esta obra es un juego de posiciones narrativas, sin embargo, los dardos del autor llegan a la diana, así que cada aseveración, por mucho que sea indirecta, como él sabe, será tenida en cuenta. En este sentido, no entiendo cómo un autor que dedica la última parte de su libro (NUESTROS ANTEPASADOS) a microensayos sobre escritores exclusivamente latinoamericanos, Rulfo, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Juan García Ponce, Jorge Cuesta, Sergio Pitol y Roberto Bolaño, puede decir las siguientes palabras:

     Pues, ¿Qué significa a fin de cuentas ser latinoamericano a principios del siglo XXI? Tal como sostiene Berry, probablemente nada. La distancia cada vez mayor entre los países de esta región, los intercambios cotidianos con otras tradiciones y la influencia de los medios de comunicación han provocado que sea cada vez más difícil reconocer a simple vista a un autor latinoamericano (153).


     La literatura latinoamericana, pese a las tentativas de apropiación por uno u otro bando, desde una u otra teoría literaria, con esta o aquella intención política u ideológica, existe. Incluso el gran Volpi, en su intento, a veces fingido, a veces real, de desvincularse o quitarse de encima la etiqueta de latinoamericano, demuestra que lo es, porque la pertenencia a aquello que llamamos latinoamérica incluye también a los desertores, a los parias, a los adalides de la Revolución, a los militares golpistas, a los vendepatrias, a los escritores que se definen como latinoamericanos y a aquellos que, a la manera de Bartleby, preferirían no serlo.


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