El
mexicano Jorge Volpi publica en 2008 un supuesto libro de ensayos,
intitulado Mentiras contagiosas, en
la editorial Páginas de Espuma. Como el propio título indica, casi
nada en este libro debe ser tomado literalmente, excepto quizá el
mismo título, que nos remite a otros sintagmas similares,
especialmente a aquel que dice: “mentiras piadosas”.
Definitivamente, las mentiras de las que trata este libro no son
“piadosas”, y sí, ciertamente contagiosas. El lector descubre en
los primeros compases del libro que ese sintagma es doblemente
conveniente: en primer lugar, porque define a la novela en cuanto
género de la ficción literaria; y, en segundo lugar, porque los
microensayos que componen la obra están plagados de mentiras de todo
tipo.
Definir como “mentiras” las licencias poéticas y los artificios
retóricos que caracterizan a cierto tipo de estilo literario
(especialmente grato a los discípulos de Borges, en cuyas páginas
realidad y ficción se entrelazan y donde, como en un artículo
científico de física cuántica, el autor se convierte en un creador
de “mundos” paralelos o posibles) puede resultar simplista, y en
realidad lo es, pero sirva por ahora para ejemplificar la idoneidad
del título con el que Volpi bautizó a su criatura.
Mentiras no siempre piadosas, pues, pero en la mayor parte de los
casos contagiosas, virales, y potencialmente peligrosas, las novelas,
según Volpi, nos acompañan desde mucho antes de la creación del
género, desde que el hechicero de la tribu, en las noches insomnes,
se acostumbró a contar historias al calor de la hoguera. Ahí habría
nacido, en un acto eminentemente oral, el pacto entre el escritor y
sus lectores, esa tendencia aparentemente gratuita y libre de
propósitos prácticos que acompañará por los siglos de los siglos
a la humanidad, por mucho que, situado a veces en un futuro
tecnólogico, radicalmente eficiente y racional, la voz que dicta
esta suerte de ensayos se empeñe en anunciar el final de la
literatura.
Es difícil clasificar esta obra, algo, por otra parte,
perfectamente coherente con un contenido que critica el ansia
taxonómica de la crítica literaria y de la sociedad en general. A
medio camino entre el cuento y el ensayo, estos fragmentos transitan
por los límites entre géneros aparentemente tan antagónicos como
los ficcionales y los típicos de la prosa científica, ya se trate
de artículos periodísticos, de crítica literaria, sobre teoría
evolutiva o física cuántica. Más interesante aún, no contento con
esto, el autor aplica los mecanismos indagatorios de las ciencias
“exactas” a un constructo social como las novelas, explicando
que, como los seres vivos y las ideas (o memes), los géneros
literarios nacen, se reproducen, evolucionan y desaparecen.
El libro se divide en cinco partes de extensión desigual y, pese a
la diversidad de los temas tratados, una línea de pensamiento le
otorga coherencia y cohesión. En efecto, existen ciertas ideas
recurrentes, como las reflexiones sobre el género de la novela o la
indagación acerca de la idiosincrasia de la literatura
latinoamericana. Las partes del libro:
- Libros, escritores, lectores
- Experimentos
- Dos divagaciones cervantinas
- Alegato contra fronteras
- Nuestros antepasados
En cierto modo, las dos primeras partes partes de este libro
pretenden ser una excavación arqueológica, o entonces una colección
de relatos de ciencia ficción, un reportaje periodístico, tal vez
un ensayo científico, o incluso un homenaje a la obra borgiana.
Probablemente, todo eso y mucho más.
En estas dos primeras partes que, en cierto modo, actúan como
introducción, nos encontramos con un irónico viaje a los orígenes
de la novela y, en un nivel más profundo, a las relaciones entre
escritor y lector, y entre ficción y sociedad. En las primeras
líneas del libro se anuncia la defunción de la novela:
Certifico
la defunción de la novela. Según los cronistas, el último ejemplar
de esta especie apareció hace cien años: un pobre remedo de Las
aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, perpetrado
por un tal Menard y publicado en Ciudad de México en 2605 (p. 11).
Pocos comienzos como este nos llevan de cabeza tan rápidamente
al meollo de la cuestión, a la vez que abren resonancias simultáneas
de gran calado. Por una parte, se habla de la novela como si se
tratase de una especie extinta (“El último ejemplar de esta
especie”). A continuación se alude a la obra de Borges,
concretamente al relato “Pierre Menard, autor del Quijote”. Y,
finalmente, se ubica la acción en un futuro lejano que, no por
casualidad, es la ciudad de México, lugar de gran importancia para
la literatura latinoamericana y prototípica mega-ciudad del futuro.
Por otra parte, queda latente en este comienzo, una de las ideas de
esta primera parte: la literatura actual constituye, en gran medida,
una continua reformulación de las novelas del pasado. Esta idea nos
lleva a otras ideas que se desprenden de manera lógica y que están
presentes en esta primera parte del libro: el final de la novela, su
desaparición como especie, será la consecuencia del uso de fórmulas
prototípicas como clave para el éxito comercial. Un éxito que no
está acompañado de la experimentación formal y de la innovación
necesarias para revitalizar continuamente el género. Como ejemplo
prototípico de este tipo de novelas, El
código Da Vinci:
El
código Da Vinci
apenas puede ser considerada una auténtica novela. La obra de Brown
se parece más a un virus: una estructura que, robando memes
de obras más sólidas, ha alcanzado una capacidad de multiplicación
sin precedentes, semejante a una pandemia o a un cáncer. Durante
años, Dan Brown se apropió de ideas provenientes tanto de la novela
histórica como de la policíaca, las mezcló com la estructura de El
péndulo de Foucault y
tramó un artefecto cuyo mayor interés radica en su insólita
capacidad para replicarse. Si uno analiza este best
seller con
detenimiento, comprobará que su material genético propio es casi
nulo, pero su capacidad para infectar es, por el contrario,
elevadísima. Poco importa que, en comparación con otros organismos
más evolucionados, su esqueleto nos parezca raquítico: como todo
virus, su objetivo es contaminar al mayor número de lectores posible
(34).
Son habituales al comienzo del libro las reflexiones sobre el campo
literario y las presiones del mercado. Debido a estas presiones, los
escritores buscan fórmulas para el éxito que pasan, actualmente,
por la superación del experimentalismo de los años 60 y 70 en favor
de las “novelas de género”, como la novela policíaca, la novela
negra, la novela de ciencia ficción, la novela sentimental, la
novela histórica o el folletín. Esto se debe a que los autores, “en
vez de arriesgarse a explorar nuevas sendas, auspiciados por sus
editores, se conforman con seguir esquemas preestablecidos que les
garantizan grandes tirajes y fama inmediata”. Frente a este tipo de
novelas, cuya estructura está guiada por imperativos del mercado,
Volpi ve con buenos ojos la mezca de novela y ensayo, como si se
tratase de una bocanada de aire fresco y un reducto para escritores
innovadores a los que les gusta experimentar e innovar continuamente
provocando la evolución de la novela.
En algunos casos, la obra cae en contradicciones, y
este es uno de los elementos que refuerza la idea de que se trata de
una compilación de artefactos en los cuales se ha producido la unión
de ensayo y relato, pues el narrador de los diferentes textos no es
unívoco ni presenta las mismas opiniones en cada lugar. Frente al
narrador del “Requien por la novela”, quien, ubicado en un futuro
remoto, dice no entender la existencia de un género como la novela
en una civilización racional, atacándola por su aparente gratuidad
y falta de sentido; en otros pasajes, el narrador defiende la
importancia social de la novela: “Quienes creemos que la novela es
una herramienta indispensable para la humanidad, podemos contribuir a
que no muera […]. A lo largo de los siglos el arte de la novela ha
sido una de las mayores fuentes del conocimiento humano”.
En “Pobladores de mundos extraños”, Volpi
encuentra similitudes entre los científicos y los escritores, pues
ambos tienen como principal piedra de toque la imaginación. Ambos,
en cierto sentido alejados de la realidad, se vuelcan sobre las
partes más inciertas y oscuras para entregarnos explicaciones del
mundo. En este sentido, puede considerarse este texto como el más
autobiográfico de los que forman la obra, pues Volpi reconoce su
calidad de físico frustrado. Para explicarnos el vínculo entre
literatura y ciencia, el autor recurre a los orígenes de ambas
disciplinas:
En esas
épocas remotas, religión y ciencia -o mejor: ficción y ciencia-
apenas se diferenciaban, eran dos formas de responder a la misma
curiosidad insatisfecha. La invención de dioses y de héroes, forma
primaria de la literatura, perseguía el mismo objetivo que la
ciencia: saber que ocurrió em el pasado -cómo se creó el universo,
cómo surgió la Tierra, de donde provenimos- y predecir, com la
mayor exactitud posible, lo que sucederá más adelante (44).
A continuación, Volpi indaga en los paralelismos entre
literatura y ciencia derivados de los últimos avances de la Física
Cuántica, donde la expresión de una concepción especialmente
compleja del Universo, apenas entrevista y difícilmente demostrable
por medio de fórmulas matemáticas, requiere de la imaginación que
normalmente le atribuimos a la literatura (“La física cuántica
ofrece tantas paradojas que merecería ser considerada una fantasía
literaria”). La ciencia, en este sentido, se transforma en relato.
Resulta de gran interés el paralelismo histórico entre el paradigma
de la literatura y el de la ciencia, que Volpi recrea cuando explica
que, en el siglo XIX, los científicos se consideraban a sí mismos
catalogadores o archivistas de las diferentes taxonomías que la
realidad ofrecía, como si todo en el Universo fuera exacto y el ser
humano, con un trabajo de archivador paciente, pudiese conseguir
darle nombre a todo. Una tendencia similar reinaba en la literatura
en aquellos momentos, con las estéticas realista y naturalista, que
aspiraban a ofrecer una imagen perfecta de la realidad de su época,
tanto de lo consciente como de lo inconsciente. Pero el siglo XX
acabaría con este espejismo:
Einstein destruyó esta visión
idílica. Los horrores de la Primera Guerra Mundial hicieron el
resto. A partir de entonces, ni los hombres de ciencia ni los
novelistas volverían a sentirse capaces de ofrecer una visión del
mundo llana y armónica: la era del progreso lineal, de la taxonomía,
del optimismo y de la fe en el futuro habían llegado a su fin.
Comenzaba la era de la incertidumbre (47-48).
En DOS DIVAGACIONES CERVANTINAS, Volpi nos entrega una
serie de reflexiones sobre la novela que muchos consideran la primera
de su género: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. La
primera de las “Divagaciones” es una crónica sobre dos célebres
intentos de llevar al cine la novela de Cervantes, el de Orson Welles
y el de Terry Gilliam. Este texto se recrea especialmente en la
figura de Orson Welles, cuya figura resulta tan diferente del
“temperamento meláncólico” que, según Volpi, solemos
atribuirle a los artistas, y que tan bien casa con la escuálida
figura de Alonso Quijano. Esta crónica de las andanzas de Welles a
lo largo de su proyecto de rodar su adaptación del Quijote, película
que finalmente nunca acabará, pese a rodar muchas escenas, se
detiene tal vez demasiado en los amoríos del director, pero Volpi
cree necesario abundar en sus avatares sentimentales para mostrarnos
su temperamento pasional y avasallador. La sombra de Borges se
desliza por la crónica, Orson Welles, al llevar al cine a D.
Quijote, se convierte en un trasunto de Pierre Menard, en el tono de
su voz, que sería la encargada de narrar una película muda, la obra
de Cervantes adquiriría una nueva significación. Por otra parte, el
proyecto de Orson, tal como lo hemos conocido en el collage de
escenas que Jess Franco realizó del metraje del director y por las
entrevistas en las que éste dejó algunas ideas sobre lo que
proyectaba, confrontaba a D. Quijote y a Sancho con la realidad del
futuro, actualizando la sensación de desajuste entre el universo que
el caballero de la triste figura se imagina y el mundo en el que en
realidad se desenvuelve. La escena en la que D. Quijote ve
representada su propia vida en la pantalla del cine retomaría el
episodio de la segunda parte de la novela cervantina en el que D.
Quijote es reconocido por personas que ya han leido sus aventuras.
En el segundo texto de las Dos Divagaciones
Cervantinas, la presencia de Borges es todavía más intensa. El
autor lleva a cabo un ejercicio de crítica literaria en el que
desarrolla una supuesta tesis apoyada en tres críticos que no
existen. Estos profesores universitarios defienden la existencia real
de Cide Hamete Benengeli, segundo narrador del Quijote, que
sería en realidad un historiador de origen morisco, converso, que
habría escrito la historia de Torrijos de Almagro, personaje
igualmente ficticio. Este personaje, según la indagación de los
tres supuestos estudiosos, habría sido un hidalgo que formó parte
de la expedición de Hernán Cortés en México, y que, tras años de
violenta conquista, al regresar a España pierde, como Alonso
Quijano, el juicio, en este caso por las atrocidades que había visto
en su periplo por tierras americanas. Entonces, según los
especialistas, Cervantes se habría basado en este supuesto personaje
histórico para escribir El Quijote. Además del juego
literario, típicamente borgiano, de inventar una genealogía de
estudiosos que sostiene una hipótesis verosímil, pero falsa, con
citación de manuscritos y artículos científicos incluida, este
texto juega con la novela original, desarrollando la idea de que el
narrador Cite Hamete es un personaje real. Por otra parte, se aprecia
una crítica de la crítica literaria, o apenas una mofa de la misma,
pues se describe como los críticos trabajan en muchos casos con
conjeturas y teorías de difícil credibilidad, manipulando los
datos, seleccionando las citas y disponiendo, en fin, el material de
manera que sus teorías resulten respaldadas. La crítica, como la
historiografía, es víctima de una aguda crisis, en una época en la
que ya no es posible aspirar a verdades totalizadoras, y tenemos que
resignarnos a aceptar que todo ejercicio de crítica es mera
interpretación.
En la defensa de la existencia de Cide Hamete, resulta
curioso el hecho de que, imitando lo que Cervantes hace con Alonso
Quijano (quien a su vez imita las características del discurso
histórico), Volpi nos ofrece diferentes versiones del nombre de este
supuesto personaje histórico para darle credibilidad a su
argumentación, se trata de denominaciones que los estudiosos habrían
encontrado en su búsqueda por archivos y conventos:
Un buen día,
Palacio recibió una urgente llamada telefónica de Héctor Urrutia,
profesor de la Universidad James Madison de Virginia, y considerado
como uno de los mayores especialistas en el Siglo de Oro. Con el tono
apresurado y vehemente que lo caracteriza, Urrutia le dijo a Palacios
que […] había seguido la pista de un tal Santiago de los Ángeles,
fraile de la Orden de los Predicadores, adscrito al Real Monasterio
de Piedra durtante la primera década del siglo XVII, y reportado
como autor de una Historia
verdadera de la expulsión de los moros en el Año del Señor de
1492. ¿Podía este
Santiago de los Ángeles ser el mismo Jacobo de los Ángeles
descubierto por Palacio y, por tanto, el mal llamado Sidi Ben Angeli,
es decir, Cide Hamete Benengeli? […].
La relatoría del
Capítulo General de la Orden de 1588 mencionaba a un tal Fray Jaime
de los Ángeles, adscrito al Monasterio de Piedra y natural de
Zaragoza. Pero lo más relevante del caso era que, según los
cronistas del capítulo, este fray Jaime fue severamente amonestado
por “escrevir asuntos no propios de su condissión” e incluso se
insinúa que su sangre no era completamente pura, haciendo alusión a
su posible origen morisco […].
La pista que
terminó por confirmar las sospechas de los investigadores apareció
poco después, cuando, en 1999, Urrutia exhumó del Archivo de la
Corona de Aragón un documento fechado en 1594 en el que se lee
claramente: “Fray Yago de los Ángeles id est Binangeli”
(104-105).
Pastiche, sobreescritura, palimpsesto, en este texto,
Volpi no sólo inventa un grupo de estudiosos con sus respectivas
investigaciones, sino que crea de la nada un caballero andante, doble
del que ya conocemos, cuya gesta también fue escrita, aunque el
libro se haya perdido, y que incluso cuenta con exégesis posteriores
que hablan de él, exégesis en las que los críticos citados se
basan para sostener sus intrépidas teorías. Qué mejor manera de
explicarnos el declive de la crítica tradicional, e incluso los
mecanismos (meta)narrativos de El Quijote, de Cervantes y de
Borges, que creando un artefacto textual armado con muchas de las
características de estos modelos. Por último, “Conjetura sobre
Cide Hamete Benengeli” sigue estrictamente las normas del género
del artículo científico: la estructura está perfectamente
delimitada, comenzando con el “Propósito” y continuando con la
revisión bibliográfica, cada fuente (incluso las ficticias) está
convenientemente refrendada con cita a pie de página, y el texto se
cierra con una “Conclusión”. En pos de la verosimilitud y del
efecto paródico, el artefacto debe apropiarse concienzudamente de
las carecterísticas formales del género que quiere parodiar y, por
consiguiente, subvertir, en este caso el artículo científico
publicado en revistas especializadas.
La parte titulada ALEGATO CONTRA FRONTERAS contiene un
ensayo (“Las trompetas de Jericó y los crímenes de Santa Teresa)
en el cual el autor no entra en los juegos paródicos característicos
de partes anteriores. Aquí se reflexiona serenamente, con abundantes
referencias bibliográficas, sobre las fronteras y su influencia en
las obras literarias. Además de la obvia definición de la novela
como un género fronterizo, híbrido, llama la atención que gran
parte del texto se configure como una suerte de introducción para
llegar al desenlace, en el cual se habla específicamente de 2666,
obra póstuma de Roberto Bolaño, que parece ser el verdadero
propósito del ensayo. La idea de frontera se asocia, en el campo de
la literatura, al nacionalismo, que hunde sus raíces en el
Romanticismo decimonónico. Frente a estas “aduanas literarias”,
se yergue, anticipándonos el tema del siguiente ensayo, la idea
obsesiva de Volpi según la cual:
Si fuésemos sinceros,
tendríamos que reconocer que en realidad no existen ni la literatura
alemana ni la francesa ni la mexicana ni, por supuesto, la
latinoamericana. La invención de estas categorías fronterizas es un
resabio clasificatorio del siglo XIX […].
La literatura no conoce
fronteras. Los grandes escritores siempre escapan de los cotos
cerrados impuestos por la geografía, la política y el tiempo (132).
La ambición de los seres humanos, al final, parece ser
burlar la soledad a la que estamos condenados y derribar las
fronteras que nos separan de los otros, y esto lo conseguimos,
principalmente, gracias “al sexo, el lenguaje y la imaginación”,
nos dice Vopi.
Después de esta extensa introducción, Volpi se centra
en la frontera entre México y Estados Unidos, concretamente en
Ciudad Juárez, transformada en Santa Teresa en 2666, de
Roberto Bolaño, donde se recrea, con una objetividad de forense, el
asesinato de mujeres en los alrededores de las maquiladoras, empresas
norteamericanas que, gracias a los acuerdos de libre comercio, se
asientan en territorio mexicano atrayendo a miles de jóvenes de todo
México en busca de un salario. 2666 es, según Volpi, una
novela “fronteriza”:
No sólo estamos ante una
novela que profundiza en el sentido último de las fronteras -el
abismo de Santa Teresa-, y en especial de esa última frontera que es
la muerte, sino que su propia estructura escapa a cualquier división
genérica, decidida a mantenerse en una especie de limbo formal […].
Casi toda la obra de Bolaño
posee esta condición movible, indefinible, porosa. Sus novelas son
ensayos sin dejar de ser novelas. Al mismo tiempo, se permiten jugar
con todos los géneros, detectivesco, sentimental, enciclopédico,
sin caer en la telaraña de ninguno de ellos. Pero sólo en 2666
lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias: su estilo es
elusivo, sus mensajes oblicuos, sus respuestas quebradas; sus
personajes se mantienen en esa zona de indefinición, entre la
demencia y la cordura, entre la ficción y la realidad, entre un lado
y otro, lo cual impide sacar conclusiones unívocas sin dejar de
advertirnos sobre la irracionalidad y la estupidez que imperan en
este mundo. Porque en Bolaño, a diferencia de lo que ocurre con los
escritores que han copiado sus procedimientos, la ambigüedad no
constituye una renuncia a confrontar los hechos y a enjuiciar a los
culpables del horror (139-140).
Es interesante esa reflexión final que nos dice que
Bolaño no renuncia “a enjuiciar a los culpables del horror”.
Especialmente en 2666, nos encontramos con un tratado sobre el
mal, cuya acción describe, en la novela de Bolaño, un arco que va
desde la Segunda Guerra Mundial hasta desembocar en la Santa Teresa
del siglo XXI, lugar hacia el que confluyen las diferentes historias
que la novela desarrolla. Allí, en Santa Teresa, en la última parte
del libro (La parte de los crímenes), Bolaño se empeña en narrar
el horror, aunque para ello tenga que llenar páginas y páginas de
informes forenses, adentrándose, además, en investigaciones que ya
le han costado la vida a varios periodistas.
En la siguiente parte del libro, LA OBSESIÓN
LATINOAMERICANA, Volpi retoma las técnicas narrativas con las que se
abre el libro: tenemos de nuevo a un narrador que se sitúa en el
tiempo futuro, aunque en este caso se trate de un futuro próximo, el
2055. Desde esa época, un crítico estadounidense, llamado Ignatius
H. Berry, que es catedrático de Hispanic and Chicana Literature
por la Universidad de Dakota del Norte, ha publicado un artículo
fundacional en una revista (de nombre revelador): In/positions.
Las opiniones vertidas por este post-crítico
ficcional, transcriptas de ese supuesto artículo, son verdaderamente
problemáticas. Volpi lleva a cabo aquí una crítica de los Estudios
Culturales anglosajones y de ciertas teorizaciones de la
posmodernidad. Critica especialmente ese gusto casi fetichista y, en
cierto modo, necrofílico, por América Latina y otros lugares del
Tercer Mundo. Es como si estos críticos necesitasen mantener una
visión un tanto mitológica y tercermundista de territorios y
culturas que, inevitablemente, evolucionan al compás de la
civilización occidental, de la cual forman parte, como si esas
posiciones teóricas, aunque vestidas de ropajes (pos)modernos e
investidas por presupuestos considerables, se mantuviesen estáticos
en una visión (neo)colonial de la que no consiguen salirse. Para
ellos, más importante que el valor literario y estético de una
obra, que lleva pareja su significación histórica, parece ser el
contenido más o menos pos-colonial que puedan traer a colación.
Desdeñan, además, la importante tradición crítica
latinoamericana, que ha construido un edificio teórico digno de
tener en cuenta cuando se trata de literatura latinoamericana.
De manera colateral, o más o menos central, está el
tema del Boom literario y del “realismo mágico”, que, según
Volpi, no deja de ser una creación ajena, impuesta por críticos
foráneos. El punto de vista de este tipo de crítica lo resume Volpi
en esta cita:
Por más que filólogos y
eruditos se obstinen en buscar antecedentes en épocas anteriores, no
existe ninguna obra relevante antes de Jorge Luis Borges.
Poco después apareció un
grupo de escritores que convirtió América Latina en un referente
obligado de la cultura occidental. Conocido con el nombre de Boom, su
núcleo central estuvo formado por Julio Cortázar, Carlos Fuentes,
Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, a los que pueden
sumarse los nombres de José Donoso, Guillermo Cabrera Infante, Juan
Carlos Onetti, José Lezama Lima, Fernando del Paso, Ernesto Sábato,
Manuel Puig o Alfredo Bryce Echenique […].
A toda época de esplendor
sigue una de decadencia, y así ocurrió en América Latina. Dominada
por la autocomplacencia y las presiones del mercado, poco a poco su
literatura perdió fuelle [...].
Las sucesivas crisis
económicas, la desaparición de su industria editorial, la falta de
lectores y la integración de la Zona de las Américas en 2025
disolvieron a América Latina como entidad cultural. Lo más grave es
que los responsables de este retroceso fueron los propios escritores
latinoamericanos posteriores a Fuentes, Vargas Llosa y García
Márquez. En vez de prolongar los caminos abiertos por sus mayores,
se internaron en un territorio dominado por un lenguaje internacional
-una especie de koiné hispánica- y extraviaron las peculiaridades
que los distinguían como latinoamericanos (143-144).
Una vez más, lo
más interesante de la cita se resume al final: las hornadas de
escritores latinoamericanos que suceden al Boom (entre los que se
incluye el propio Volpi) han extraviado “las peculiaridades que los
distinguían como latinoamericanos”. He aquí la bandera volpiana,
que defiende el derecho de la literatura latinoamericana a
“des-latinoamericanarse para así latinoamericanarse mejor”. ¿Una
región como la latinoamericana, que, tras el periodo de las
dictaduras y del Plan Cóndor y el advenimiento de las democracias
representativas, ha pasado a integrarse en la cultura de masas
occidental, donde imperativos y reivindicaciones políticas, sin
desaparecer por completo parece que han dejado de movilizar
muchedumbres, tiene el derecho de pasar página? ¿Las etiquetas del
pasado sólo sirven para el pasado? ¿El presente viste nuevas ropas?
En todo caso, el debate sobre la identidad latinoamericana puede
seguir siendo importante, pero de manera paralela se desarrollan
otros paradigmas. De estos cambios se queja amargamente el artículo
de Ignatius H. Berry, ya que “salvo en el caso de un puñado de
escritores que se obstinaron en explorar sus problemas locales, la
narrativa latinoamericana se vació de contenido […]. La voluntad
de renunciar a lo nacional tornó espuria la aventura de aquellos
jóvenes, hoy convertidos en piezas del museo de la era de la
globalización” (146).
Finalmente, la voz
autorial emerge para enjuiciar el polémico artículo de Ignatius H.
Berry, que él mismo ha escrito. Por si alguien se había tomado en
serio las ideas de este artículo, o para hacer más explícita su
crítica a los Estudios Culturales, la voz de Vopi comienza la
crítica de la crítica, que, consecuentemente, también puede, y
probablemente debe, ser criticada. Veamos en primer lugar su crítica
a los Estudios Culturales:
En esta época que los
académicos estadounidenses no vacilan en llamar poscolonial, tanto
los críticos como los lectores del Primer Mundo parecen sentir una
inevitable ambivalencia frente a esas otras civilizaciones, para usar
la nociva terminología de Huntington, que han estado o continúan
sometidas a su influencia cultural, comercial o política. Azotados
por una especie de complejo de culpa histórico, consideran que
Occidente debe abandonar sus actitudes coloniales y descubrir los
aspectos soterrados u olvidados de sus antiguos súbditos. La premisa
básica es el relativismo cultural: dado que ninguna civilización es
superior a las otras, buscan frenar la expansión de la cultura
occidental en el mundo para rescatar las peculiaridades de las
naciones tercermundistas. Tras siglos de explotar a las otras
culturas, ahora se empeñan a rescatar los auténticos valores de los
otros […].
Obsesionados con lavar sus
pecados históricos, no se cansan de alabar las diferencias
culturales que perciben en la literatura latinoamericana. Estos
críticos europeos y estadounidenses olvidan algo esencial: desde el
siglo XVI, los escritores de lo que hoy es América Latina siempre se
han creido parte de Occidente. Tal vez se trate de un Occidente
excéntrico, como señaló Octavio Paz, matizado por la cultura
pre-hispánica, pero no una civilización distinta, como quiere
Huntington (149).
Dejaré ahora translucir mi propia voz autorial, ya que
estamos embarcados en ese tipo de juego. Estoy totalmente de acuerdo
con estas aseveraciones, así como con otras muchas que aparecen en
el juego de espejos que es este libro. Sin embargo, en algunas
ocasiones, Volpi lleva el rechazo a la etiqueta “literatura
latinoamericana” a sus últimas consecuencias, y en mi opinión, en
esos momentos, llega a contradecirse a sí mismo. Vale que esta obra
es un juego de posiciones narrativas, sin embargo, los dardos del
autor llegan a la diana, así que cada aseveración, por mucho que
sea indirecta, como él sabe, será tenida en cuenta. En este
sentido, no entiendo cómo un autor que dedica la última parte de su
libro (NUESTROS ANTEPASADOS) a microensayos sobre escritores
exclusivamente latinoamericanos, Rulfo, García Márquez, Fuentes,
Cabrera Infante, Juan García Ponce, Jorge Cuesta, Sergio Pitol y
Roberto Bolaño, puede decir las siguientes palabras:
Pues, ¿Qué
significa a fin de cuentas ser latinoamericano a principios del siglo
XXI? Tal como sostiene Berry, probablemente nada. La distancia cada
vez mayor entre los países de esta región, los intercambios
cotidianos con otras tradiciones y la influencia de los medios de
comunicación han provocado que sea cada vez más difícil reconocer
a simple vista a un autor latinoamericano (153).
La literatura
latinoamericana, pese a las tentativas de apropiación por uno u otro
bando, desde una u otra teoría literaria, con esta o aquella
intención política u ideológica, existe. Incluso el gran Volpi, en
su intento, a veces fingido, a veces real, de desvincularse o
quitarse de encima la etiqueta de latinoamericano, demuestra que lo
es, porque la pertenencia a aquello que llamamos latinoamérica
incluye también a los desertores, a los parias, a los adalides de la
Revolución, a los militares golpistas, a los vendepatrias, a los
escritores que se definen como latinoamericanos y a aquellos que, a
la manera de Bartleby, preferirían
no serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario