El 16 de mayo de 1917 nacía en un pueblo cercano a Sayula, Juan Rulfo. Sesenta años después, acude a Los Estudios de Televisión Española y ofrece una de las pocas entrevistas que se le conocen.
Esta nota que les envío debería publicarse el 17 de mayo de 2017, por una serie de conexiones casuales, en el centenario del nacimiento del escritor. La entrevista es un documento importante de un programa histórico. Que no se pierda su ejemplo.
Iván Alejandro Ulloa Bustinza
Entrevista: A fondo, 1977, RTVE
Entrevistador Soler Serrano
Invitado: Juan Nepumoceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno
Sentado frente al presentador, a medio metro escaso uno del otro, el invitado escuchaba atentamente la minuciosa descripción de su trayectoria vital con un gesto inextricable, que no dejaba traslucir sus pensamientos.
En el largo silencio que siguió al final de la presentación, uno dudaba si el escritor se levantaría y abandonaría la sala con el mismo gesto hierático o si, por el contrario, agradecería amablemente las palabras del periodista y, acto seguido, continuaría hablando. Tras unos tensos segundos, prevaleció la mesura, pero hasta bien entrados los quince primeros minutos de la entrevista, uno aún tenía la impresión de que, en algún momento, el invitado bruscamente abandonaría irritado el desolado plató.
Como contrapunto de la cortante sequedad del invitado, de su rostro asimétrico y semi-paralizado, la bonhomía y el campechanismo radical del presentador se adueñaban del espacio, con sus ojillos vivaces, la calva más que incipiente, y el apretado traje que delataba su corpulencia.
El invitado vestía pulcramente y, de primeras, no tenía demasiadas ganas de saltar al ruedo. El presentador, sin embargo, con su inocencia, su simpleza y su voluntarioso carácter, acabó por ganárselo. El invitado, como todo escritor que se precie, poseía grandes dotes de observación, y pronto advirtió la impostura general que quería imponer el sujeto a su puesta de escena.
El escritor observaba al presentador con mucha atención y parecía que, a cada pregunta, un sinfín de pensamientos ramificados acudían a su mente, como si le costase un gran esfuerzo ceñirse a lo que le preguntaba.
Episodios terribles de su vida fueron pasando por detrás de sus ojos, cruzaron su mente relámpagos de dolor que habían permanecido por mucho tiempo olvidados, sin que pudiera detener la rueda de cuestiones íntimas. Indagaba al presentador intentando descubrir si era un tipo inofensivo, porque lo cierto es que había mencionado ya la muerte de su padre y de su abuelo durante la Revolución Cristera y, casi consecutivamente, la de su madre, y había deslizado estos temas con una naturalizad espontánea que desmentía la tensa rigidez de su cuerpo. Las preguntas más punzantes parecían, en su boca, meros peldaños de una lista de cuestiones grabadas con plomo en un papel.
A pedido de su interlocutor, comenzó a hablar sobre su familia y aprovechó para contar, en un tono bastante novelístico, la historia de su abuelo, un combatiente de la tropas realistas que, llegado el momento, hubo de cambiar de bando, sumándose a la causa de la Independencia. Después de dar su punto de vista personal sobre la Revolución Cristera y el relevante papel de las mujeres en aquel proceso histórico, la conversación derivó a la época del orfanato donde pasó parte de su infancia, tras la muerte de sus padres: “era un sistema carcelario”, –dijo, sin inmutarse. “los niños nos organizábamos en pandillas e intentábamos hacernos daño”.
“La violencia… esa violencia que está tan presente en sus libros”. Cada vez que el presentador le interrumpía, él demoraba un largo tiempo intentando volver a coger el hilo de su pensamiento, pero se sobreponía a cada nueva embestida, como un frágil barco de papel en canales tumultuosos. “Sí, pero no he vivido yo en lugares violentos”, –matizó el escritor. “sin embargo el hombre traía una violencia retardada… La habían probado en la Revolución Cristera y les había gustado, pues”.
Así que, recordando, se fue abriendo lentamente. El presentador habló de sus trabajos de contable, agente de inmigración, recaudador de rentas y, cuando mencionó su gestión de los barcos alemanes retenidos en Guadalajara, le arrancó a su duro rostro un esbozo de sonrisa que se advertía, sobre todo, en una leve torsión de la boca y en el brillo irónico de sus ojos: “¿Y cómo sabe usted todas estas cosas?”, le preguntó.
El presentador, pese a todo, con su actitud servil seguía pareciendo el chico de los recados, y como un solícito mozo, interrumpió la entrevista para acercarle un encendedor. Mientras inhalaba la primera calada pensó que la actitud de su interlocutor tal vez era, a fin de cuentas, la de un sincero admirador.
Desde hacía al menos una década, los críticos y la prensa en general lo venían hostigando. Se había malacostumbrado a inventar, para cada entrevista, una respuesta diferente, con cuidado de no repetirse nunca, y a veces esperaba, casi con ansiedad, que le hicieran la pregunta prototípica: “¿Cuándo piensas escribir de nuevo?”. Esta pregunta siempre venía acompañada del rumor de que en realidad estaba escribiendo una nueva novela, y que en cualquier momento aparecería una obra.
Lo presentaban como una especie de prueba, un reto que demostraría si era capaz de reinventarse y superar su mejor libro, o si, por el contrario, tendría que reconocer que estaba estancado y asumir que nunca podría escribir algo mejor. Y él se negaba a verlo de este modo. La literatura era una ocupación solitaria, y él tenía un espíritu inquieto y una trayectoria profesional. El éxito editorial resolvió las cuestiones materiales, y le permitió dedicarse a sus proyectos culturales. No tenía tiempo para encerrarse con los espectros que siempre rondaban por los contornos de su depresión crónica.
En rigor, le molestaba esta pregunta, pues desde la publicación de su libro había estado trabajando sin parar: había recorrido lo más profundo de México con el Instituto del Indigenista, para el que había preparado varias obras críticas, registrando la riqueza étnica y plurilingüe de su país; había escrito un guión para el cine y, además, había realizado una exposición fotográfica. ¿No era suficiente trabajo?
Sin darle tiempo a relajarse, el entrevistador, que se sentía honrado con la presencia de tan huidizo personaje, continuaba con la disección del itinerario biográfico de su invitado. Él había rechazado la mayor parte de las entrevistas que le habían propuesto, sin embargo, esta vez decidió hacer una excepción, y ahora no había vuelta de hoja. Lo cierto es que, al contrario de lo que había pensado, aquello empezaba a gustarle.
A propósito de la técnica y estructuración de su novela, que constituía la segunda pregunta obligada en cada entrevista, dijo que tiempo y espacio se desdibujaba y perdía su materialidad, y que los personajes no tenían rostro, “estaba trabajando con muertos, pues”.
En efecto, su única novela publicada, había sido una revelación. La estructura del libro era fragmentaria, espiral, aparentemente inconexa. Una suerte de coloquio de muertos, cuyos parlamentos muchas veces flotaban en el éter de la nada. Eran ecos de voces en ondas expansivas, cuyos sentidos anhelos se retorcían inconclusos en espera de respuestas. Cenizas eran, más tenían sentido, polvo eran, más polvo enamorado.
En relación a los paisajes, presuntamente representativos de la historia, aseguró que habían intentado fotografiar aquellos lugares que aparecían en la novela y nunca pudieron encontrar algo parecido. Los paisajes y los personajes de su novela, como su lenguaje aparentemente pintoresco, Comala calcinada, las casas de adobe en ruinas, las hierbas y enredaderas cubriéndolo todo, y, entre los escombros, las voces de las personas que una vez habitaron aquel espacio y lo dejaron impregnado de sus humores, eran inventados.
La entrevista que tanto había temido y a la cual se resistió con todas sus fuerzas, estaba terminando. Sin moverse lo más mínimo, con las piernas cruzadas y en la mano un cigarro cuyo humo le ocultaba parte de la cara, había respondido a todas y cada una de las preguntas y no había ido tan mal. Incluso se había divertido. Cuarenta y cinco minutos de conversación eficaz, donde peripecia vital y referencias históricas iban de la mano. Aquel hombre vivaz y campechano, hospitalario, le hizo sentir a gusto.
Se despidieron con apretón de manos y unas palmadas en la espalda.
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