viernes, 27 de diciembre de 2013

La escalera de Selarón

 

Las bohemias calles de Gloria y Lapa, entre el barrio de Santa Teresa y el Aterro de Flamengo, en Río de Janeiro, le ofrecen al turista un paisaje de fachadas desconchadas y suciedad, bares cochambrosos y pensiones de mala muerte. Estas calles, hasta bastante suburbiales, ya un poco alejadas de la fachada hollywoodense de las playas de Ipanema y Copacabana en la Zona Sur, encubren, como en un secreto a voces, un lugar luminoso y multicolor surgido de la mente de un artista plástico singular, cuya obra ha ganado muchos adeptos desde su trágica muerte.

En la escalera de Selarón (en portugués, “A escadaría de Selarón”), este pintor chileno invirtió las últimas décadas de su vida, antes de su muerte violenta presuntamente a manos de un ex colaborador, morador de esas favelas que él tanto defendió como paraíso de las buenas costumbres (“vivir en la favela es un arte, nadie roba, nadie escucha, nada se pierde, manda quien puede, obedece quien tiene juicio”, puede leerse en algunos de sus azulejos) frente a la existencia estresante en el seno de la ciudad capitalista y neoliberal moderna.

Selarón era un tipo sencillo y accesible, siempre rodeado de vecinos, amigos y colaboradores, permanentemente sentado en las escaleras que con tanta dedicación construyó, atendiendo a los turistas que, cada vez con mayor intensidad, se acercaban a ver su obra viva. Más o menos en la mitad de la escalera, vivía Selarón en un viejo edificio, y en una especie de sótano, su atelier, exponía y vendía sus grabados y dibujos, sus cuadros y postales.

La escalera, concebida en principio como un homenaje al país que lo acogió, cuyo proyecto original era cubrirla en su totalidad con azulejos verdes y amarillos como los colores de la bandera de Brasil, trascendió muy pronto su propósito inicial, convirtiéndose en un homenaje a la humanidad en su conjunto. Los azulejos pintados con los motivos más recurrentes del estilo de Selarón, tales como las mulatas embarazadas, la bahía de Guanabara o las verticales y caóticas favelas, comenzaron a convivir con azulejos llegados de todas las partes del mundo gracias a los asombrados visitantes que tenían la oportunidad de dejar un pedazo de su ser en la obra colectiva que, de este modo, trascendió al propio artista.

Antes de establecerse en Río de Janeiro, Selarón, nacido en una pequeña ciudad cerca de Valparaíso en 1947, había recorrido 57 países, ganándose la vida como professor de tenis y exponiendo sus cuadros en restaurantes. Al poco de mudarse a la escalera, pasó alguien por la calle vendiendo una docena de bañeras. Selarón las compró y las usó para colocar algunas plantas. Más tarde conoció la fábrica de azulejos. Compró azulejos de diferentes colores y cubrió las bañeras. Así empezó la escalera, una obra monumental que, como él decía, es más grande que el Cristo redentor del Corcovado o que la Estatua de la Libertad. El rostro de Selarón se iluminaba cuando el cartero traía un paquete de azulejos desde Alemania, o desde Inglaterra. Abría el paquete y disfrutaba pensando en el lugar que le asignaría a cada uno. Llegaban periodistas de todo el mundo para hacerle entrevistas, para rodar documentales. U2, y Snoop Dog grabaron videoclips en la escalera. Playboy, Voyage e incluso National Geographic le dedicaron reportajes. Él los recibía a todos con bañador rojo, con su remera roja, con sus gastadas sandalias rojas. Aborrecía el color blanco (la ausencia de color) y los tonos pálidos. Su color era el rojo. Un fetiche como el de las mujeres negras embarazadas, que él describía como un símbolo de vida y renovación. La mujer negra de la favela, a quien retrató durante más de treinta años, rescatándola del anonimato. Este fetiche lo explicaba Selarón diciendo que se trataba de una experiencia traumática que nunca iba a contar. Lo cierto es que entre los cuadros más representativos, producido en serie gracias a la técnica del grabado, figura aquel en el que el propio autor aparece autoretratado como una mujer negra embarazada.

La escalera constituye un collage de azulejos provenientes de todas las partes del mundo. El propio Selarón, orgulloso de su obra, presumía de que, exceptuando unos quince o veinte países, se podía completar un mapa mundi, y le decía a los turistas que pensasen en un país cualquiera, y entonces el respondía el lugar exacto donde se encontraba el azulejo que había llegado desde aquel remoto lugar, que podía ser Curacao, las Islas Mauricio, Indonesia, Nepal, Escocia, Guatemala, Costa Rica o Japón. Porque él podía encargar los azulejos deseados a la fábrica de la cual era el mejor cliente, desde aquella vez que les compró un azulejo de 2000 dólares que pagó a plazos y que tan pronto como la tuvo en las manos formó parte de las escaleras. Pero Selaron prefería que fueran las personas las que creasen este espacio que, desde la fecha de su muerte, ha quedado incompleto y estático para siempre. La obra, tal como Selaron la concebía, era dinámica, los azulejos cambiaban de lugar periódicamente, los vecinos le solicitaban que cubriese sus fachadas con nuevos collages y siempre había un turista que traía uno o varios azulejos nuevos.

Selarón era un hombre de habitos fijos, cada mañana, sobre las ocho, salía con su uniforme rojo (los picos de su bigote en posición ascendente, las patillas pobladas, y la nariz aguileña) para tomarse un café con leche en un boteco próximo a Lapa. Allí conversaba con los vecinos que, desde temprano bebían cachaca o vaciaban cervezas de 600 centilitros. Mientras él estaba fuera, uno de sus colaboradores atendía su atelier y recibía a los turistas orgulloso de trabajar para el maestro. Después volvía a la escalera y dedicaba algún tiempo a mantener su obra maestra: cambiaba un azulejo defectuoso, ampliaba alguno de los mosaicos, o cubría la fachada de algún vecino deseoso de que su edificio formase parte de tan famosa obra. Nunca se le vio presumir de dinero, tenía el mismo aspecto desaliñado y soñador de siempre, aunque las personas más cercanas sabían que la escalera era un negocio bien rentable.

Sin embargo, últimamente se le veía deprimido, no sonreía y evitaba a los turistas. En una entrevista para el periódico Globo, reconoció que estaba recibiendo amenazas. Como en una novela de intrigas, uno de sus antiguos colaboradores, un brasileiro que queria un trato diferenciado por parte de Selarón y una participación mayor en el negocio, a lo que Selarón se negó, comenzó a amenazarlo, exigiéndole que le diera dinero. Selarón, asustado por los violentos ademanes del ex colaborador, consciente de que las amenazas iban en serio, pues nadie mejor que él, que había vivido el la favela, sabía que en la favela rigen otros códigos, denunció los hechos a la policía, que poco o nada hizo para evitar lo que finalmente ocurrió.

La última vez que lo vi, unas semanas antes de morir, estaba deprimido y triste, pero yo no entendía la razón de aquella actitud. Cuando las redes sociales y los periódicos anunciaron la noticia de su muerte, ya era demasiado tarde. Según la version más extendida, Selarón, el gran pintor chileno, fue raptado y quemado vivo, y después depositaron su cuerpo a los pies de su amada escalera, donde un desconsolado colaborador lo encontró rígido y carbonizado. Según la última version de la policía, tras interrogar al principal sospechoso, el artista se habría suicidado, algo que resulta increíble para las personas más cercanas al artista.

Actualmente, varios coches de policía rodean el lugar día y noche, pero ahora ya nadie puede hacerle daño. Él estará soñando con escaleras multicolores en un sueño eterno de banderas y países, de culturas mestizas y posmodernas. Su atelier está cerrado a cal y canto. Ya no hay colaboradores limpiando la escalera, nadie recibe a los turistas que acuden en masa a fotografiarse en el gran collage que Selarón construyó, una obra magna concebida para perdurar, un canto a la fraternidad entre los pueblos, un lugar artístico donde todo el mundo podía dejar su huella. Una obra que ha muerto con él, pues ya no es una obra viva y cambiante. Como él predijo, el hombre y su obra se han fundido en un solo ser. Selarón se ha convertido en la escalera, la escalera es Selarón.

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