martes, 19 de febrero de 2013

Juan José Saer (1937-2005), El río sin orillas, 1991

En esta obra encontramos una nueva concepción de la historia basada en el concepto de «larga duración». El libro se inscribe en la estela de Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949), o de Claudio Magris, El Danubio (1986), donde se trata de hacer historia con un nuevo abordaje metodológico, basado en la «larga duración» (nivel del tiempo histórico que tiene en cuenta las estructuras históricas, abarcando un variado espectro de realidades tales como el contexto geofísico y geopolitico, aspectos sociológicos y antropológicos, etc.). Saer, al igual que Braudel o Magris, no intenta ser objetivo, sino todo lo contrario, se sitúa intencionalmente como cotejador de datos y acontecimientos tratados desde un punto de vista claramente subjetivo, de este modo, por ejemplo, se reincide en la importancia de la pampa y de la región de Entreríos, donde Saer ha nacido. Del mismo modo, abundan los juicios políticos, sobre todo en lo que se refiere a la parte donde se trata la Dictadura argentina.

Encontramos puntos en común también con el género de la Non-Fiction norteaméricana, aunque el autor, aun reconociendo que esta obra podría encajar en ese (no) género, se distancia un poco, quizá por las similitudes con la ficción y su carácter profundamente ensayístico, que lo aleja de obras más prototípicas como A sangre fría, de Truman Capote. Aquí el tema es un Río, su decurrir histórico y una descripción del carácter de las gentes que a lo largo de la historia se han asentdo en sus márgenes. La interpretación, que pone en juego un tiempo tiempo extenso, se remonta a los orígenes geológicos de toda la región, especialmente de la Pampa argentina, y tras reflexionar acerca de la época del descubrimiento y la conquista por parte de los españoles, con la continua llegada de nuevos habitantes europeos a lo largo de los siglos, desemboca al fin en la represión de la dictadura a partir del 76.

La obra esá dividida en cuatro partes de acuerdo a las estaciones del año, aunque empieza con una larga introducción donde se expresa la peculiar configuración del ensayo, a medio camino entre el tono literario propio de la ficción y la prosa de corte científico que se espera de un ensayo histórico.

En la introducción se integra magistralmente la génesis del libro: cómo se lo encargan, las interrogantes que este hecho abren en la mente del autor en el viaje de avión que lo conduce al Río de la Plata para comenzar su preparación. A vista de pájaro, más correctamente de avión, el lector accede por primera vez en la obra al objeto de estudio del ensayo. Me permito una cita extensa porque, además de la belleza de la prosa, creo que puede ilustrar perfectamente, entre otras cosas, esa especial presencia del autor en el texto, su compenetración con el objeto de estudio, que lo invalida, por supuesto, como observador imparcial y objetivo:


Desde la cabina de comando, el piloto nos acordó, por los altoparlantes, en los tres idiomas habituales, castellano, inglés y francés, una gracia suplementaria. Harto tal vez de incitarnos a admirar, por reglamento, la consabida ciudad de Casablanca en el amanecer, el infalatble Cristo del Corcovado en los despegues de Río y un Porto Alegre puramente nominal, nos informó que a nuestra derecha podíamos contemplar, si lo deseábamos, “el punto en que confluyen el río Paraná y el río Uruguay para formar el Río de la Plata”. […]

Visto desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo –Darwin mismo, a quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito en 1832: “no hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa”–. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Amsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias.



Aspectos geográficos de los que se extráen profundas reflexiones sobre el carácter de las gentes, aportes históricos que justifican la peculiar configuración social y política de Argentina, páginas enteras en la que se citan topónimos, alusión a los motes que los militares de la dictadura utilizaban, alusiones a fenómenos atmosféricos, al espacio urbano bonaerense, y un largo etcétera de elementos aparentemente dispersos o caóticos que, sin embargo, contribuyen a dar una mirada cabal de la realidad de Argentina. El libro, por lo tanto, abunda en materiales heterogéneos y heterodoxos, intentando por acumulación, de manera periférica, acceder a lo esencial de su objeto de estudio.

Se advierte, por otra parte, una tendencia a desmontar ciertos mitos, tanto extranjeros como nacionales, sobre el carácter argentino, como, por ejemplo, el de los gauchos y su importancia para la historia de Argentina.

La Pampa. La descripción de la Pampa es absolutamente original. La trata en tanto geografía onírica, espiritual, una extensa planicie no apta en principio para la existencia animal, pero donde las especies tienden a formar enormes colonias, con una clara tendencia a la proliferación uniforme, lo que le otorga a la región un aspecto ciertamente mágico. Hace un recorrido por la historia de la Pampa, desde mucho antes de la llegada de los primeros españoles, desde la misma formación geológica de la tierra.

El mito del gaucho. Frente a la actitud general de la literatura argentina, en especial el Martín Fierro y las derivaciones de este personaje-tema en Borges, Saer desmitifica al gaucho, presentándolo como un producto pampeano que se ha utilizado para legitimar a las clases patriarcales frente a la inmigración extranjera justificando, incluso, el uso de la violencia.

El autor se sitúa explícitamente como individuo latinamericano. Desde este punto de vista, y en cuanto emigrado a Paris, profesor universitario, continuamente establece paralelismos entre Argentina (representante de América Latina) y los países europeos. Argentina, en este sentido, se ofrece como depositaria de la tradición occidental, de manera que, por ejemplo, la sinrazón de algunos momentos históricos en Argentina, sería el desarrollo lógico de un proceso ideológico, político y social propio de Occidente. En este sentido deben entenderse las alusiones a los diferentes lectores de la obra: lectores idiotas-no idiotas (el término idiota no tiene aquí las connotaciones despectivas del habla coloquial), lector europeo-lector latinoamericano. Sin embargo, en otros momentos se establece una separación entre la organización económica y social de Argentina y la existente en Europa, esto se aprecia, por ejemplo, en lo referente a los avances tecnológicos y la ordenación territorial. Compara, por poner un ejemplo, las autopistas europeas con la autopista que va de Santa Fe a Buenos Aires. en el siguiente párrafo el lector podrá apreciar la extraña habilidad de Saer para relacionar elementos dispares, usando un elemento para divagar acerca de procesos históricos complejos:


Cuando hablo de autopista, el lector europeo no debe imaginar las grandes rutas macizas y espaciosas imaginadas en primer término, según parece, por los ingenieros del Tercer Reich para poder invadir más rápida y confortablemente todas las naciones limítrofes, y adoptadas después de la guerra por esas mismas naciones, para abrirle paso al boom de la industria automotriz; estas autopistas europeas, turísticas y comerciales, cuidadosamente preparadas y sometidas a un mantenimiento riguroso, adornadas en muchos tramos con laures rosa o retamas, y dotadas, cada tantos kilómetros, de un área de esparcimiento, de un centro deportivo, de un teléfono, de una estación de servicio al lado de un centro comercial y de una serie de rutas subsidiarias que distribuyen la ola constante de automotores a los rincones más alejados del continente. La autopista Santa Fe - Buenos Aires es un camino recto de cuatro manos, dividido en dos por una interminable cinta de pasto que lo acompaña durante todo el trayecto; ningún parapeto, mojón, valla o lo que fuese aísla el asfalto del campo que atraviesa; a veces, algún jinete puede galopar a los costados, y otras incluso cruzarla para dirigirse a algún almacén que se encuentra del otro lado; a la salida de Buenos Aires y de Rosario, por alguna razón que ignoro, hay vendedores de barriletes; y en las inmediaciones de estas ciudades o de otras más pequeñas, bajo un techo de paja sostenido por cuatro palos torcidos, el pequeño comercio de sándwiches de chorizo parece de lo más próspero, porque sus fabricantes pululan: sobre una parrillita de metal, algunos chorizos se asan sin apuro esperando al automovilista hambriento que no tiene más que pararse al costado de la autopista y comer su sándwich a la sombra de un techo de paja.



El valor estético de esta obra es innegable. Por otra parte el autor experimenta una transposición en personaje, en el centro de una trama que es la propia redacción de un libro en la que intervienen todo tipo de vicisitudes, tanto sentimentales como físicas. Ese personaje-autor, que tiene en cuenta su propio punto de vista sobre los hechos y sobre la región de la que escribe, así como, sobre sus hombros el peso de la contrucción del propio libro: los avatares que precipitan su escritura, el proceso de creación y la consulta de las fuentes, los efectos psicológicos de escribir sobre acerca de algo que es muy personal. Este mecanismo proyecta el ensayo al mundo de la ficción.

Se trata, entonces, de un libro de historia que se lee como novela. Del mismo modo, encontraremos novelas que siguen la trayectoria inversa, es decir, novelas que se leen como si fueran libros de historia. Piénsese, por ejemplo, en La literatura nazi en América, de Bolaño, de la que hablaremos en otro momento, donde la ficción se «cuela» en los rígidos moldes retóricos del enciclopedismo de corte biográfico.

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